La misión rutena del Papa de Roma
Francisco trata de construir puentes al mismo tiempo que la "tercera guerra mundial en pedazos" los destruye, levantando muros y cavando trincheras o incluso sumergiendo pueblos y ciudades bajo el diluvio bélico. La misión que se ha confiado al card. Zuppi es también una excelente manera de proteger todos los esfuerzos humanitarios que llevan a cabo las instituciones de la Iglesia Católica en Ucrania y en Rusia. Y entre Roma, Moscú y Kiev escriben un nuevo capítulo de una larga historia.
Muchas esperanzas, aunque muy pocas ilusiones, están puestas en los intentos de la Santa Sede para hacer que Rusia y Ucrania reflexionen sobre la paz, tras quince meses de guerra sin sentido y de tenaz resistencia. La visita del cardenal Matteo Maria Zuppi a Kiev, que pronto podría continuar con un viaje similar a Moscú, no tenía por objeto proponer medidas concretas para iniciar negociaciones altamente improbables, cuando están ocurriendo enfrentamientos apocalípticos que han llevado a la devastación de la zona de Jersón con la destrucción de la presa de Nova Kajovka que tanto se parece al Diluvio Universal.
Zuppi es sin duda la figura más representativa del deseo del Papa Francisco de poner fin a la locura de la guerra. El único cardenal romano, amigo personal de Bergoglio -que incluso figura a menudo en las listas de "papables"-, miembro histórico de la Comunidad de San Egidio -la estructura de "diplomacia paralela" de la Iglesia Católica- ex negociador en Mozambique y otros contextos, es también presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, y por lo tanto representa a la comunidad católica de un país tradicionalmente amigo de Rusia, a pesar de estar claramente a favor de defender a Ucrania de la invasión.
La misión del arzobispo de Bolonia, ciudad "fronteriza" entre el norte y el sur de Italia, es al mismo tiempo una excelente manera de proteger los esfuerzos de todas las instituciones de la Iglesia católica en Ucrania y en Rusia, los nuncios y obispos locales, las asociaciones caritativas y hasta las mismas parroquias. El objetivo primordial de la Iglesia son siempre las personas, aún antes que las estrategias políticas, militares y económicas. Es el cuidado de los refugiados, los niños abandonados y deportados, los prisioneros (entre los rehenes de los rusos también hay sacerdotes católicos) y las familias, a menudo devastadas por la pérdida de sus hogares y de los hombres que murieron en combate, además de las numerosas víctimas de los bombardeos y las masacres inhumanas perpetradas en muchas ciudades. No es casualidad que Zuppi haya visitado Bucha, el lugar del horror más espantoso de esta guerra.
El Papa Francisco está tratando de construir puentes desde antes de que comenzara la invasión de Putin (tal como indica su mismo título de "pontífice") al mismo tiempo que la "tercera guerra mundial en pedazos" -que ya se han unido en un solo gran frente mundial- está destruyendo todos los puentes, levantando muros y cavando trincheras, e incluso sumergiendo pueblos y ciudades bajo el diluvio bélico. En la antigua literatura ruso-ucraniana de la época medieval, cuando se produjo la invasión tártaro-mongola, estaba muy difundida la leyenda de la ciudad de Kitezh, sumergida en el lago Svetloyar del otro lado del Volga, que reaparecía a intervalos regulares para afirmar la eternidad del pueblo ruso, a pesar de las devastaciones.
La leyenda fue recogida en una obra musical del gran compositor del siglo XIX Nikolai Rimsky-Korsakov, quien formaba parte del grupo de músicos que trataban de recuperar el alma rusa. La figura central es santa Febronia, una joven que estaba a punto de celebrar su boda en el momento de la invasión y se convirtió en la imagen espiritual de una ciudad invisible, de un “pueblo nuevo” que no se puede ahogar. Quizás rusos y ucranianos deberían volver a leer con atención los tesoros de su propia cultura sin pretender apropiarse de ellos para usarlos como propaganda, como ha hecho en los últimos días el patriarcado de Moscú con el ícono de la Trinidad de Rublev.
El Vaticano no olvida nunca las historias pasadas, ni siquiera las de países lejanos, y su mirada está puesta en la Rusia y en la Ucrania que deberán resurgir, después de la invasión y la devastación, del lago de sangre y vergüenza en el que se han hundido por enésima vez en la historia. La misión de paz mira al futuro, esperando que no esté demasiado lejos, porque ya resulta evidente para todos que ninguna de las dos fuerzas dispone en realidad de los recursos para aniquilar definitivamente al enemigo, por mucho que se esfuercen los aliados, los ejércitos y los mercaderes de armas en aumentar su volumen de fuego.
El Papa de Roma ha ofrecido su apoyo a la paz en estas tierras desde los tiempos antiguos, porque las considera una encrucijada decisiva para toda la cristiandad. El envío de cardenales y embajadores a Moscú y Kiev es un clásico de las relaciones con la que en lengua curial se denominaba Rutenia, nombre latino de la antigua Rus' y hoy reservado a los eslavos "del medio" que viven entre las tierras del norte y las balcánicas. Se recuerdan dos cartas del papa Inocencio IV (el que se enfrentó con el emperador suabo Federico II) al príncipe Aleksandr Nevsk, quien intentaba salvar la Rus' dominada por los mongoles. El Papa le propone unirse a la sede romana, o por lo menos hacer las paces con los Caballeros Teutónicos, los herederos de los Templarios a los que Aleksandr había derrotado, ahogándolos en los hielos estonios del lago Peipus. El Papa sugirió construir una gran catedral "uniata" en la ciudad libre de Pskov, donde instalaría al arzobispo católico de los prusianos para mediar con todos los pueblos en guerra, incluyendo los tártaros. En 1251 dos cardenales se presentaron ante el príncipe con una bula papal, tras una exitosa misión a las tierras de Galitzia (actual Ucrania) y de Lituania, que habían sido incorporadas a la comunión latina. El príncipe Aleksandr, que se había establecido en Vladimir procedente de Nóvgorod -donde también se originó Moscú- prefirió aferrarse a su metropolita ortodoxo -que por esas cosas de la historia se llamaba Kirill- y lo envió a los tártaros del Volga para defender los intereses de los rusos, rechazando la mano tendida del papa de Roma. Y respondió: "La Rus' no necesita de ustedes".
Se podrían recordar muchas otras misiones, empezando por la del compañero de san Ignacio de Loyola, el jesuita Antonio Possevino, que intentó en vano convencer a Iván el Terrible de que llegara a un acuerdo con Roma. La más creativa se remonta a mediados del siglo XV, cuando el Papa Pablo II propuso al Gran Príncipe Iván III una novia bizantina de linaje imperial, Zoe Paleóloga, que se había refugiado en Roma tras la caída de Constantinopla en manos de los turcos. El Papa tenía la esperanza de que el matrimonio pusiera fin a los desacuerdos entre los rusos y el mundo católico occidental, y la hizo acompañar a Moscú por el entonces arzobispo de Bolonia, Antonio Bonombra, quien encabezó la procesión con la cruz latina. Pero los guardias del Gran Duque le rogaron inmediatamente que se hiciera a un lado. La princesa se convirtió en esposa de Iván (y abuela de Iván el Terrible), volvió a la ortodoxia y cambió su nombre por el de Sofía, un nombre que los rusos consideraban propio.
Otro gran jesuita de la primera generación, el polaco Petr Skarga, convenció a los rusos ortodoxos del reino de Polonia que aceptaran la unión con Roma en 1596, como respuesta a las pretensiones del patriarcado de Moscú, establecido siete años antes. Fue, de hecho, el comienzo de la historia moderna de Ucrania, posteriormente confirmada por los levantamientos de los cosacos, y durante un siglo en aquellas tierras el paso de la Ortodoxia al Catolicismo (y viceversa) fue la norma de las relaciones eclesiásticas, con momentos dramáticos y reconciliaciones "eternas”, aunque pronto desmentidas. El emperador “occidentalista” Pedro el Grande, que emprendió campañas bélicas durante veinticinco de sus casi treinta años de reinado, se consideraba ortodoxo cuando estaba en Moscú y católico cuando visitaba la Polonia sometida, e incluso comulgaba en la misa latina. No consiguió llegar a Roma cuando emprendió su "Gran Embajada" a fines del siglo XVII, limitándose a una visita nocturna a Venecia antes de regresar a Moscú; pero después, en 1703, decidió fundar una nueva capital similar a la ciudad sobre el agua, San Petersburgo, que significa ”ciudad de san Pedro", la nueva Roma, el lugar de nacimiento de Putin y del patriarca Kirill.
En el siglo XIX la Santa Sede consiguió incluso suscribir un Concordato con los zares de Rusia, aunque nunca llegó a ponerse en práctica debido, entre otras cosas, a la oposición de los mismos católicos de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, que prefirieron tratar por su cuenta con la corte de San Petersburgo. Hubo un nuevo intento en 1917, después de la revolución de febrero, con un acuerdo firmado con el gobierno provisorio del socialista democrático Aleksandr Kerensky, que también fracasó por el golpe de los bolcheviques en octubre. Ni siquiera esta vez se dio por vencido el Vaticano: por iniciativa del visionario jesuita Michel d'Herbigny se instituyó la Comisión Pro Rusia, que nunca fue suprimida formalmente, para evaluar todas las posibles vías de diálogo y penetración católica en el Estado ateo soviético. Esta iniciativa tampoco tuvo resultados prácticos, y cuando Stalin decidió suprimir la Iglesia greco-católica en Ucrania, con el pseudo Sínodo de Lviv en 1947, se intentó salvar lo que fuera posible en la clandestinidad y el sufrimiento de los campos de concentración.
El cardenal greco-católico ucraniano de Lviv, Josif Slipyj, después de pasar años en la cárcel fue liberado gracias a largas negociaciones y se instaló en Roma, donde permaneció como cabeza silenciosa de la Iglesia-mártir hasta 1983, cuando murió en la catedral de Santa Sofía, construida en la vía Boccea para recordar todo lo que los soviéticos habían suprimido o incluso destruido en su país. Las negociaciones continuaron hasta el Concilio Vaticano II, en el que sorpresivamente se presentaron los delegados del patriarcado de Moscú, y el Papa Juan XXIII consiguió intervenir entre Kennedy y Kruschev cuando estuvieron al borde de la guerra nuclear en Cuba. Todavía se pueden encontrar pequeñas imágenes e incluso estatuillas con los tres "heraldos de la paz" de Estados Unidos, Rusia y el Vaticano, que inauguraron la era aparentemente “pacífica” de la Guerra Fría del siglo XX.
En la actualidad, la catedral de via Boccea es uno de los centros más activos en la ayuda a los hermanos de la patria ucraniana, acogiendo a los refugiados y reuniendo las ayudas que se envían. Ésta también es una misión de paz, más aún, es la más importante, porque participan no sólo papas y cardenales sino sacerdotes y laicos, simples fieles y familias, hombres y mujeres de buena voluntad. La Iglesia Católica siempre ha estado comprometida de esta manera, sin esperar los resultados de las cumbres y negociaciones oficiales. Y en la sonrisa del Card. Zuppi se expresa la certeza de que, con la ayuda de Dios, Ucrania y Rusia resurgirán de las aguas del mal como la legendaria ciudad de Kitezh, para comenzar juntas una nueva vida.
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