La hora decisiva
A ocho meses de iniciada la guerra y con el invierno en ciernes, ¿cuáles son las posibles vías de salida del escenario apocalíptico? Para "frenar la locura", como pide el Papa Francisco, habría que asumir compromisos que ninguna de las partes quiere aceptar. Pero incluso la victoria de uno sobre el otro -además de ser improbable- sólo garantizaría la división perpetua. Habría que despojarse de las máscaras hipócritas y poner sobre la mesa lo que realmente deseamos.
Nos encontramos a finales del octavo mes de la guerra rusa en Ucrania. Y el desenlace parece estar cada vez más cerca, con la llegada inminente del "invierno general" en el que tradicionalmente se congelan, hunden y disipan todas las guerras rusas -ya sean ofensivas o defensivas, de invasión o de cerco- como ocurrió en la época antigua con las hordas tártaras o en tiempos más recientes, con las divisiones nazis, la conquista de Siberia o el naufragio de Afganistán.
Putin anunció cuál es la condición general para resolver el conflicto, después de un mes de dramática y alborotada movilización de la población, tras el decreto de emergencia nacional que la runet (la cojeante Internet rusa) definió como una "situación de semi guerra": poluvoennoe polupoloženie. El grotesco y pobremente letrado nuevo jefe del ejército en el frente, el general Surovikin, intervino en la televisión en directo amenazando con el caos y mirando a cualquier parte menos a la cámara. En su discurso, eclipsó al ministro de Defensa Šojgu, el "chivo expiatorio" de los errores militares rusos (él mismo, al fin y al cabo, ni siquiera hizo el servicio militar), sacrificado en el altar del relanzamiento de la guerra cada semana, aunque formalmente permanezca en el cargo, como felpudo de Putin.
Las zonas ocupadas y anexionadas están siendo evacuadas, por temor a la contraofensiva ucraniana, y quizás para preparar el territorio para una aniquilación nuclear. Una acción demostrativa que, sin embargo, arrasaría ambos países, convirtiéndolos finalmente en un territorio unificado y desertizado, desnazificado de raíz. El resto de Ucrania, a la espera de sufrir el mismo destino, está a punto de enfrentarse a la oscuridad invernal y a las heladas, cuyas sombras se extenderán por toda Europa. ¿Cuáles son las posibles salidas de este escenario apocalíptico?
Detener la guerra
La primera solución, sin duda la más deseable, es poner fin al proceso de destrucción de ciudades, monumentos, vidas y familias de ambos bandos. Es la súplica incesante del Papa Francisco, "¡paren esta locura!", es el deseo de los que están bajo el bombardeo de los drones suicidas iraníes, de los que ven partir a sus hijos y maridos hacia la muerte por una causa sin sentido, de todos los Estados y poblaciones implicados en la guerra, e incluso de los que aparentemente están a salvo de ella. Y esa es la solución menos probable.
Para detener la guerra, hay que hacer propuestas de paz, entablar negociaciones, aceptar compromisos. Como confirma el cardenal Zuppi, ex negociador en Mozambique, esto significa provocar descontento y resentimiento en ambas partes, que consideran a los mediadores como traidores. No sólo papas y cardenales, también presidentes de todas las latitudes se proponen para el rol y luego se retractan, como el turco Erdogan o el francés Macron. O bien supervisan desde arriba negociaciones imposibles, como el estadounidense Biden o el chino Xi Jinping, preocupados por mantenerse firmes en sus pedestales. ¿Quién podrá convencer a Putin y a Zelensky para que se reúnan, y con qué argumentos? Dentro de un mes se celebrará la reunión del G-20 en Bali, donde este impasse resultará en cualquier caso insuperable.
Cualquier posibilidad de concesión a las dos partes es condenada por amplios sectores de la opinión pública de todos los países: se exageran las dudas y se tildan las propuestas de pro-putinismo radical o de fidelidad atlántica a ultranza, sin posibilidad de encuentro. Putin es el mal absoluto, u Occidente es el mal absoluto, olvidando que durante treinta años estos males absolutos se han alimentado y engordado mutuamente. Y nadie puede pretender eximirse de la responsabilidad mutua: sea que la OTAN haya provocado a Rusia, o que Rusia haya rechazado la armonía universal, o que Ucrania haya perseguido a los que hablan ruso, o que China haya inspirado a los que quieren destruir a Estados Unidos, todo esto es verdadero y falso a la vez. Sin embargo, si uno quiere la paz, debe mirar al presente y al futuro. Entonces habrá tiempo para hablar de todo el pasado, reciente y remoto.
Ganar la guerra
La segunda solución, la que está actualmente sobre la mesa, es la destrucción del adversario, incluso antes de proclamar la victoria. Rusia quiere acabar con Ucrania, en lugar de anexionarse todos sus territorios. Occidente quiere reducir a Rusia a un páramo insignificante, para que deje de causar fastidio a los mercados y centros financieros, antes que a las propias poblaciones e instituciones sociales. La carrera armamentística involucra a todos los países del mundo capaces de producirlas, engrosando los bolsillos de quienes las suministran, como ocurre en todas las guerras, que siempre han sido una de las principales fuentes de ganancias.
La victoria no es sólo el resultado esperado de los esfuerzos bélicos del Kremlin, sino el fundamento ideológico de toda su historia, que pretende mostrar cuán necesaria es Rusia para el mundo entero, para salvarlo de todos los males. En la interpretación distorsionada de sus dirigentes, empezando por el dictador adolescente septuagenario, la victoria rusa está revestida de significados apocalípticos, y sólo se produce si el mundo entero es derrotado, no sólo el adversario de turno. Solos contra el mundo entero: esto significa ser victorioso, y si el mundo se hace añicos, esto vuelve más evidente el sentido triunfal de esta guerra.
En la visión de Occidente, la victoria es en cambio una propiedad inalienable: todo país y todo pueblo que se lance a atacar la Gran Globalización es derrotado de entrada, ya sea Rusia o Afganistán, Siria o Venezuela, y pierde el derecho a existir. Esta interpretación también acaba revelando una psicología inmadura, una autoestima que no se adapta a las relaciones sociales. Y el mejor ejemplo de esta fragilidad endémica es precisamente la noble y presuntuosa Europa, la mayor fuente de guerras a lo largo de los siglos, siempre dividida sobre cada decisión y posición a adoptar.
No se trata de recuperar los territorios ocupados incluyendo Crimea, ni de extender la OTAN llegando a establecer colonias en la Luna y Marte. Se trata de darse cuenta de que la búsqueda de la victoria -además de ser el mayor favor para los que aspiran al dinero fácil- es también la mejor garantía de la división perenne y de la derrota de todo ideal, sea progresista o tradicionalista, homófobo o garantista, laico o religioso.
Continuar la guerra
Lo que nadie quiere, pero que probablemente será la solución real, es que la guerra continúe indefinidamente. Las propias estrategias bélicas, por más que se elaboren y redefinan una y otra vez, y sean analizadas por expertos mundiales incesantemente prolíficos, no parecen mostrar escenarios definitivos en ninguno de los dos bandos, ni en un sentido militar ni a favor del pacifismo. Rusia y Ucrania, después de todo, han estado en guerra desde los orígenes de la Rus de Kiev, representando los dos lados de un pueblo, o una aglomeración de etnias, que siempre ha estado a caballo entre Oriente y Occidente.
Rusia parece incapaz de lograr su objetivo de conquistar Ucrania y derrocar su gobierno, anexionándola como "región del sur" o Malorossija, como se llamaba anteriormente. Este objetivo ha fracasado desde febrero, y la continuación de la guerra ha mostrado unos objetivos cada vez más vacilantes e insignificantes, como la anexión de zonas devastadas y no decisivas. La movilización, el estado de guerra permanente, la amenaza nuclear parecen más bien justificaciones para no detenerse nunca, para no admitir la derrota, para perpetuar la propaganda de una misión universal de salvación. En cierto sentido, Rusia ya ha ganado: forzó al mundo a mirar a su lado, y no hará más que sostener este enfoque.
El derrocamiento del régimen de Putin también parece poco probable, tanto por el estado asfixiante de semejante dictadura como por la absoluta falta de alternativas entre el círculo del Kremlin y las demás expresiones, centrales o regionales, de la política rusa. El malestar de la población aumentará, sobre todo en las regiones periféricas y en las etnias distintas de la rusa, pero esto también parece ser un proceso sin principio ni fin.
Ucrania ha logrado más de lo que jamás soñó en las numerosas evoluciones y revoluciones de los 30 años de periodo postsoviético. Por fin ha afirmado su autoconciencia como nación, se ha convertido en un símbolo de Europa y de Occidente en la defensa de la libertad y la democracia, tiene el respaldo y la protección de la OTAN y de los ejércitos más fuertes. Tendrá que reconstruir las ciudades destruidas, de nuevo con las grandes subvenciones que ya se han prometido, y seguirá presionando a Rusia en cada pueblo disputado, aún enfrentándose a un exterminio local con armas atómicas. Pero no podrá reconquistar el Donbass y Crimea, al menos no en el futuro cercano.
La guerra continúa, a nivel local y global, y todos estamos involucrados, deseando la paz y soñando con la victoria. Debemos aprender a vivir en guerra, utilizando las armas que corresponden a lo que verdaderamente deseamos, despojándonos de las máscaras hipócritas y admitiendo las culpas y los méritos. La guerra es la vida, nos pide adoptar una posición y comprometernos cada día y en cada situación, implorando al Señor de los ejércitos que venga de nuevo entre nosotros como Luz de las naciones, aceptando la Cruz para poder anunciar la Resurrección.
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