La anexión de Rusia a sí misma
Putin es sólo el último heredero de los muchos varjagi de la historia rusa que intentaron «llevar la civilización» a las tierras del otro lado de su frontera y al mundo entero. Hoy la anexión se calcula no tanto en kilómetros cuadrados, sino en sumas de «valores tradicionales», como pueden haber sido en el pasado la revolución socialista o la defensa zarista de las autocracias.
Han pasado ya dos años desde el 30 de septiembre de 2022, cuando se anunció solemnemente en el Kremlin la farsesca anexión de las cuatro regiones ocupadas de Ucrania: Lugansk, Donetsk, Zaporiyia y Jersón. Vladimir Putin pronunció un amplio y confuso discurso programático, que no era más que la repetición de los diversos estribillos propagandísticos que acompañan a la "operación militar especial". Los "nuevos territorios" de Rusia no podían, por otra parte, despertar el mismo entusiasmo que la anexión de Crimea en 2014, tanto porque la península del Mar Negro tiene un significado histórico y simbólico muy diferente, como porque las tierras del Donbass nunca han sido realmente conquistadas del todo y hasta hoy siguen siendo las diferentes "ucranias", es decir, las "fronteras" de los dos rostros del mundo ruso, el oriental y el occidental.
Poco más de un mes después de la proclamación, de hecho, los ejércitos rusos tuvieron que abandonar apresuradamente Jersón, la capital de la región más meridional, sin haber tenido siquiera tiempo de retirar las pancartas que decían "Rusia está aquí para siempre", y en la otra capital, Zaporiyia, ni siquiera consiguieron entrar. Sin embargo, la retórica de la anexión sigue siendo total e inapelable, a pesar de los continuos cambios en el frente de guerra en estas regiones. Los habitantes de los territorios ocupados se dividen, entre tanto, en diferentes categorías: los fugitivos relokanty, los zhduny, "los que esperan" la liberación de los ocupantes, a los que llaman kolonizatory en sentido despectivo, o varjagi, como los antiguos escandinavos que bajaron a fundar la Rus' de Kiev en los orígenes de la historia milenaria.
Esta referencia a los varegos (también llamados normandos o vikingos, según el contexto) es una de las que mejor explican el origen de las teorías del "mundo ruso", porque sitúa el ideal de la anexión o la conquista en el principio mismo de la identidad colectiva: el pueblo ruso no tiene realmente un "territorio propio", sino que se reconoce en la continua búsqueda y unificación de "nuevos territorios". Los varegos son tan extranjeros como los asiáticos, los caucásicos, los europeos o los turanios, que en distintas épocas han recompuesto y ampliado la "rusidad", entendida como suma y no como especificidad de una rama oriental de los eslavos. En las narraciones de la antigua analística que ilustran la "llamada de los varegos", los grupos de rusos que se aventuraban a los mares del norte en el siglo IX eran denominados por los escandinavos como el conjunto de los Gardariki, los que vienen de la tierra de los gard o aldeas, centros habitados de una sociedad que apenas empezaba a formarse.
El mismo Putin había hecho una afirmación que sintetiza esta historia nueva y antigua, cuando participó hace unos años en un programa de televisión donde algunos jóvenes muy bien preparados respondían preguntas sobre historia, geografía y otras materias. Cuando preguntaron "dónde terminan las fronteras de Rusia", uno de ellos enumeró los extremos del mapa federal en todas las coordenadas, pero Putin lo interrumpió, diciendo un poco en serio y un poco en broma que "las fronteras de Rusia no terminan en ninguna parte". Éste es el verdadero motivo fundante de la sobornost, la "comunión universal" que alimenta las múltiples variantes de la socialidad rusa: ir más allá, no dejarse encerrar en ninguna dimensión, esa actitud que en ruso se llama bezpredelnost, la "ausencia de límites", que se puede entender como aventurerismo o también incontinencia, incapacidad de respetar cualquier norma, incluso los acuerdos internacionales sobre las fronteras de los Estados.
Putin es sólo el último heredero de los muchos varjagi de la historia rusa, que trataron de "llevar la civilización" a las tierras del otro lado de la frontera y al mundo entero. Hoy la anexión se calcula no tanto en kilómetros cuadrados, sino en sumas de "valores tradicionales", como pueden haber sido en el pasado la revolución socialista o la defensa zarista de las autocracias, la "tercera internacional" o la "tercera Roma" de Iván el Terrible, hasta el "soberanismo ortodoxo" actual. No son los demás Estados los que deben anexarse a Rusia, es Rusia la que se "anexa" a las tierras y a los pueblos en busca de la nueva y definitiva civilización. Por eso las pancartas de "Rusia para siempre" se mantienen incluso en las derrotas y en las retiradas, como en Jersón y en muchas otras situaciones del pasado. De hecho, Rusia nunca ha ganado una guerra de ocupación y anexión, sino que más bien ha demostrado la capacidad para expulsar de sí misma al enemigo, desde los tártaros, los caballeros teutónicos y los suecos hasta Napoleón y Hitler, para afirmarse en París y Berlín como "nuevas capitales" de la propia Rusia.
En el fondo, la anexión es un concepto definitorio, a diferencia de la simple "ocupación", como la de los ucranianos en la región de Kursk, que no tienen intención de anexar, aunque se podrían utilizar argumentos especulares, ya que muchos kurianos, los habitantes de la zona, prefieren hablar el idioma ucraniano antes que el ruso. En los conflictos, cuando un país ocupa un territorio, la anexión es el resultado de un complejo proceso de justificaciones y acuerdos internacionales, como cuando China anexó el Tíbet en 1951 gracias a un acuerdo formal con el gobierno local, o cuando Israel se apropió de Jerusalén Oriental con una ley nacional. Hoy Ucrania considera a Crimea y el Donbass como regiones “temporalmente ocupadas”, y es probable que así se mantengan durante décadas o siglos, mientras Rusia se exalta a sí misma al grito de Krym Nash!: “¡Crimea es nuestra!”, y también, aunque con menos entusiasmo, Donbass Nash!.
Tanto en Sebastopol como en Donetsk la anexión fue consagrada con un "referéndum popular", sin molestarse en darle siquiera la ilusión de legitimidad. Ya en 2014, cuando todavía no había comenzado un conflicto militar abierto, los colegios electorales estaban controlados por el ejército ruso. El concepto de "soberanía" es muy aleatorio en estos territorios y responde sólo a imposiciones de fuerza que producen consensos ficticios, el 95% en Crimea e incluso el 99% en Lugansk y Donetsk, el 93% en Zaporiyia y "sólo" el 87% en Jersón. Las autocracias en general aman los "referendos", y no tanto para conferir una apariencia de democracia como para hacer alarde del consenso de toda la población y desmoralizar a los que están en contra, convenciéndolos de que no pueden hacer nada al respecto, y al mismo tiempo desalentar los "golpes de palacio" de aquellos que en las élites de poder pretendieran oponerse al régimen dominante.
En los países autoritarios, los referendos son oportunidades para endurecer posiciones, jactándose de una victoria aplastante. Como calculó el Centre for Research on Direct Democracy de Suiza, de 876 plebiscitos celebrados entre 1945 y 2005, los dictadores recibieron un apoyo promedio del 70%, con una participación del 77,3%. Para lograr estos resultados se requiere una propaganda eficaz y una censura feroz, así como diversas formas de manipulación y fraude electoral. Ahora los "nuevos territorios" de Rusia son objeto de especial atención, sobre todo porque a Putin y al patriarca Kirill no les gusta la palabra "nuevos", y prefieren llamarlos "territorios históricos" de Rusia, sabiendo perfectamente que se trata de zonas en disputa desde hace siglos, donde se reunían los grupos de cosacos en busca de "territorios libres", no sometidos a ninguna autoridad.
Por otra parte Rusia no quiere atarse demasiado a los territorios y prefiere la ampliación de las "esferas de influencia" que trascienden todas las fronteras, como era propio del régimen soviético, en el que las quince repúblicas oficiales convivían con los numerosos Estados "hermanos", hoy rebajados a la distinción entre “amistosos” y “no amistosos”. Un factor discriminatorio es sin duda la proporción de ciudadanos "rusohablantes" en cada país, lo que resulta más evidente en los limítrofes como Ucrania, Moldavia, Georgia y Armenia en el Cáucaso y en los países de Asia Central, donde se puede hablar libremente el ruso con los mayores de cincuenta años, y con alguna dificultad con los jóvenes. En Ucrania cualquiera habla libremente el ruso, independientemente de la región, aunque desde el comienzo del conflicto prefieren no utilizarlo, y de todos modos para Moscú la "rusofonía" justifica cualquier tipo de injerencia e invasión, porque el que habla ruso es por definición un miembro del "mundo ruso", aunque esté en Kenia, la India o Venezuela, y su "reanexión" a Rusia no es más que una restauración de la justicia histórica.
Los nuevos o "históricos" territorios anexados hoy son el escaparate del proyecto de Putin y están financiados al menos tres veces más que las otras cientos de regiones de la Federación Rusa, con gran satisfacción de los diversos especuladores y corruptos. Lo mismo ocurría con los países bálticos en la época soviética, con Chechenia en la primera etapa de Putin, por no hablar de Crimea en la última década. Por ahora, los habitantes del Donbass son especialmente necesarios para apoyar la ideología oficial, como "héroes y víctimas del ucronazismo de Kiev", pero tendrán que estar atentos a las futuras evoluciones. No se sabe cuánto tiempo Rusia permanecerá "anexada" a estas tierras, pero ya en la ciudad desertificada de Mariupol, además de los militares, se han instalado 50 mil personas provenientes de Rusia y Asia Central para crear un "mundo nuevo" a orillas del Mar Negro. Rusia es un concepto en perpetua evolución, se crea y se destruye según las épocas y los regímenes, siempre en perspectiva de un reino eterno cada vez más imprevisible.
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