24/08/2024, 16.03
MUNDO RUSO
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El agosto de la desintegración de la memoria en Rusia

de Stefano Caprio

El intento de golpe de Estado que llevó a la caída de la Unión Soviética en 1991, la consagración de la Catedral de Cristo Salvador en el 2000 y la masacre de los niños de Beslán en 2004: tres aniversarios que se cumplen en agosto y han obligado a los rusos a replantearse en estos días la incierta evolución de su propio destino.

 

El mes de agosto, que en Rusia ya muestra las primeras inestabilidades meteorológicas del otoño, está cargado de recuerdos decisivos para el curso de los acontecimientos de las últimas décadas, relacionados a su vez con las convulsiones de estos tiempos. El 19 de agosto de 1991 se produjo en Moscú el intento de golpe de Estado de la KGB contra el presidente Mijaíl Gorbachov, que marcó el comienzo de la desintegración del imperio soviético. Cinco meses antes se había celebrado un referéndum en el que la gran mayoría de los ciudadanos de las quince repúblicas habían votado a favor de mantener en pie a la Unión Soviética, y el imperio todavía parecía estar en condiciones de superar las contradicciones y las divisiones y seguir siendo una superpotencia con un poderoso arsenal atómico, capaz de controlar a la mitad de los países del mundo como a satélites.

El fracaso del intento de eliminar a Gorbachov con una amenaza de tanques frente a la Casa Blanca a orillas del río Moscova, y el triunfo de Boris Yeltsin que hacía flamear la bandera de Rusia en medio de una multitud jubilosa, sin víctimas ni destrucciones, abrió un escenario completamente diferente: los "hombres fuertes" ahora eran impotentes, y sólo cinco días después, el 24 de agosto de 1991, Ucrania proclamó su independencia y, de hecho, el fin del imperio, que se disolvió cuatro meses después, el 25 de diciembre. De las torres del Kremlin se retiraron para siempre las banderas rojas con la hoz y el martillo (ahora se conservan en un museo) y fueron reemplazadas por la tricolor de la república rusa, que poco después se transformó en Federación, y el primer y último presidente soviético se jubiló.

Por mucho que se intente atribuir la responsabilidad de aquellos acontecimientos a las personalidades individuales de Gorbachov, Yeltsin o los golpistas fracasados, es evidente que una realidad tan gigantesca y poderosa como la Unión Soviética no podía depender sólo de la incapacidad de algunos o de la audacia de otros. Son muchos los factores que determinaron la evolución posterior de Rusia: los problemas económicos y administrativos, la corrupción generalizada, los fracasos bélicos, las catástrofes ecológicas, como la explosión de la central de Chernobyl, la crisis de la ideología marxista-leninista, el crecimiento de las reivindicaciones de las identidades nacionales y tantos otros.

El efecto del colapso dejó en la memoria de los rusos más que nada resentimiento hacia Occidente, pero lo cierto es que los adversarios históricos no buscaban la completa disolución del monstruo soviético sino mantener un orden mundial bifronte. Los occidentales han salvado al imperio muchas veces, como ocurrió en la Segunda Guerra Mundial a pesar de la alianza inicial de Stalin con Hitler, en la crisis de los misiles de Cuba, que concluyó con el abrazo entre John Kennedy y Nikita Khrushchev, y hasta la catastrófica invasión de Afganistán, que se resolvió a nivel regional sin trascender a una nueva guerra global. Ni siquiera la caída del Muro de Berlín en 1989 hizo presagiar la desaparición de la Unión, a pesar de la reunificación de las dos Alemanias y del impulso decisivo hacia la secesión de los otros países de Europa Oriental, incluyendo los países bálticos y, naturalmente Ucrania.

Después de 1991, las sucesivas etapas de desintegración continuaron con la guerra de Chechenia, y una vez más Occidente se puso del lado de Moscú y no apoyó la independencia de los pueblos menores de la federación. Ahora hemos llegado a una nueva etapa del proceso que comenzó hace 33 años, con la guerra en Ucrania y la revolución de todo el orden geopolítico global, pero todavía no se alcanza a ver cuál será la conclusión, si un verdadero "orden multipolar" o sólo una nueva cortina de hierro entre Oriente y Occidente.

El patriarca ortodoxo Kirill (Gundjaev) de Moscú ha tratado de convertir la memoria de agosto en una celebración del renacimiento de la Gran Rusia, recordando la solemne consagración de la catedral de Cristo Salvador que tuvo lugar precisamente el 19 de agosto del año jubilar del 2000, donde se llevó a cabo el Concilio que declaró la canonización del último zar Nicolás II y aprobó el documento sobre la Doctrina Social de la Iglesia, el manifiesto del "soberanismo ortodoxo" que ha guiado la política del nuevo presidente Vladimir Putin en el siguiente cuarto de siglo siglo. La iglesia ortodoxa más grande de Rusia, construida a lo largo de varias décadas para celebrar la victoria sobre Napoleón en 1812, había sido dinamitada por Stalin en 1931, cuando el dictador georgiano asumió el poder absoluto.

Tras el colapso de la URSS, la reconstrucción de la catedral junto al Kremlin fue el primer acto simbólico de la recuperación de la identidad imperial, y las obras comenzaron gracias al acuerdo entre el patriarca Aleksij II (Ridiger) y el entonces todopoderoso alcalde de Moscú Yurij Luzhkov, en previsión de las celebraciones del 850 aniversario de la fundación de la capital, con vistas a la sustitución de Kiev como "ciudad madre" de todas las Rusias. Ya en agosto de 1996, unos meses antes del siguiente año jubilar, Aleksij celebró la primera liturgia en la capilla inferior de la Transfiguración, y las obras terminaron en 1999, cuando el poder ya estaba pasando a manos de Vladimir Putin.

En ese momento Kirill era el metropolita-oligarca que intentaba revitalizar el destino de Rusia y de su Iglesia, humillada por acusaciones de colaboracionismo con el poder ateo y minada por las oleadas de proselitismo de católicos y protestantes de todo Occidente, en el convulso "renacimiento religioso” de los años noventa. Tras quince años de patriarcado, hoy Kirill no duda en atribuirse todo el mérito de la reconstrucción de la catedral y de todo el poder eclesiástico ruso, recordando durante la celebración que en aquel momento "le había explicado al alcalde Luzhkov la colosal falta de iglesias en la capital, que estaba al límite de las estadísticas de espacios eclesiásticos en relación con el número de fieles". Ahora, en cambio, elogia con orgullo "el extraordinario monumento que se levanta en el centro de Moscú", cuyo significado reside en el hecho de que "incluso las personas que parecen alejadas de la fe han comprendido que es necesario", porque de todos modos "están vinculadas a la fe por su propio origen, educación y pertenencia al pueblo ruso".

De la catedral se pasó al proyecto de las "Doscientas Iglesias" para reconstruir en Moscú, realizado y completado sobre todo gracias al sucesor de Luzhkov, el actual alcalde Sergej Sobyanin, en el cargo desde 2010, junto con el propio patriarca. Kirill recuerda que "Moscú es la única megalópolis del mundo donde se construyen tantas iglesias, mientras que en el resto del mundo se están cerrando, lo que da testimonio del crecimiento de la fe en nuestro pueblo"; aunque las estadísticas muestran que en Moscú, y en toda Rusia, cuantas más iglesias se construyen, menos gente las visita. De hecho, el patriarca insiste en que "no debemos limitar nuestra predicación al espacio de las iglesias", sino involucrar más a todo el pueblo en la vida eclesiástica.

La memoria de agosto se transforma así de disolución en renacimiento, pero en estos días otro acontecimiento ha obligado a los rusos a replantearse la incierta evolución de su destino. En efecto, la mañana del 1 de septiembre de 2004 se produjo el ataque terrorista más trágico de la historia reciente de Rusia, la masacre de la escuela de Beslán, en Osetia del Norte, cuando comenzaba el nuevo año escolar, con 1.100 rehenes retenidos por los terroristas durante tres días y explosiones y furiosos tiroteos que dejaron 27 terroristas muertos y 314 víctimas entre los rehenes, de las cuales 186 eran niños. Por primera vez en veinte años el presidente Putin visitó recientemente a las "Madres de Beslán" durante una gira propagandística en Chechenia, precisamente en el mismo momento en que se estaba llevando a cabo la ofensiva ucraniana en la región de Kursk.

Putin se proponía mostrar su superioridad sobre las pretensiones ucranianas, recordando las mismas motivaciones que lo habían llevado al poder, cuando había prometido, siendo ya primer ministro en 1999, que acabaría con todos los terroristas. El baño de multitudes en el Cáucaso hizo recordar al que siguió al intento de golpe de Estado de Yevgeny Prigozhin el año pasado, cuando Putin (o un doble) se entregó a los abrazos de los ingushes para celebrar su unión indestructible con todos los pueblos de Rusia. A las madres de los niños asesinados en Beslán les había prometido en aquel momento "contar toda la verdad" sobre la masacre, pero los representantes de estas se lamentaron de que en realidad no se había cumplido la promesa. En un diálogo que no se transmitió por televisión, el presidente respondió incómodo que pediría a Alexander Bastrykin, jefe de la comisión de investigación, que resolviera el asunto "lo antes posible".

Sumido en una evidente confusión, Putin recordó luego de forma inexacta el número de víctimas del atentado, y habló de "334 personas, entre ellas 136 niños", cincuenta menos de los que realmente murieron. A continuación, trató histéricamente de culpar a "las fuerzas que desde el exterior intentaron justificar y ayudar a los terroristas, incluso con motivaciones morales", relacionándolo con los acontecimientos actuales, porque "nuestros enemigos siguen atacando a nuestro país, instigando y provocando acciones criminales en la región de Kursk, en el Donbass y en toda Novorossiya”, es decir, Ucrania. Al recurrir a la memoria de hechos acontecidos en el pasado, Putin y Kirill esperan hacer brillar el rostro de la nueva Rusia victoriosa, haciendo aún más evidente la confusión y la impotencia de un sistema cada vez más incierto y contradictorio.

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