Rusia después de Putin
Tanto los que apoyan incondicionalmente el patriotismo militante como los muchos que sólo esperan que acabe la pesadilla o los que tímidamente intentan oponerse a ella -arriesgándose a los campos de concentración o a ser expulsados de la vida social de cualquier otra forma-, todos los rusos miran al futuro con una sensación de desconcierto e incertidumbre, de rabia y culpa, de frustración y horror al vacío.
Cuando se cumplen nueve meses de guerra en Ucrania, la apuesta de Putin y su casta en el poder no ha dado el resultado que esperaban: el renacimiento de la gran Rusia que debía asombrar al mundo con su fuerza militar y su superioridad moral. La oscuridad y el hielo han cubierto no solo las calles de Kiev y Leópolis, arrasadas por las bombas iraníes con que los rusos llenan sus arsenales, sino sobre todo el corazón mismo del pueblo ruso, obligado a elogiar públicamente las locuras del Kremlin pero angustiado a esta altura por su propio futuro.
Desde todo el mundo, empezando por la sede papal en Roma, están pidiendo que se busque la manera de detener la tragedia de la guerra y se acuerde al menos alguna forma de armisticio, porque las consecuencias de la guerra se hacen cada vez más insoportables, no sólo para los martirizados ucranianos sino para todos los países involucrados, desde Europa hasta Estados Unidos y China. Sin embargo, la verdadera cuestión no se refiere tanto, o sólo, al cese de las hostilidades y los bombardeos, sino a lo que vendrá después, en todas las latitudes y especialmente en Rusia.
Ucrania es sin duda el país que mayores pérdidas ha sufrido, pero paradójicamente también ha obtenido las mayores ganancias. Ha perdido la vida de muchísimas personas, soldados y civiles, niños y ancianos, ha perdido la casa la electricidad y la calefacción, y vastas porciones de su territorio han sido ocupadas y "anexadas", se ha visto obligada a evacuar a muchísimos ciudadanos en un éxodo masivo del que nadie sabe cuántos y cuándo volverán a casa, suponiendo que la encuentren todavía en pie. Al mismo tiempo, después de tantos siglos y tantos intentos fallidos, ha ganado finalmente la conciencia de ser una nación, con sus propios ideales y sus propios héroes, sus propias ciudades simbólicas y los sentimientos del coraje en la resistencia y en la defensa activa de sus propias tierras, de sus propios intereses y de su propio pueblo. Se ha ganado el apoyo y la solidaridad de Europa, de la que ya no es sólo una tierra desconocida de frontera, sino el corazón mismo de un continente que siempre ha amado a Rusia con todas sus contradicciones, y sigue amándola, pero ahora considera a Ucrania como el centro en torno al cual puede volver a unir sus muchas almas de oriente y occidente, del norte y del sur.
Ucrania sabe que tiene por delante un futuro difícil y lleno de obstáculos, que debe reconstruirse confiando en el apoyo de Occidente y sobre todo de Estados Unidos, donde la numerosa diáspora ucraniana ha echado raíces durante el largo invierno soviético. Sabe que está destinada a mantener alta la vigilancia armada, como un nuevo Israel rodeado de enemigos, y siempre tendrá que defenderse del oso ruso que ruge frente a su puerta. Países vecinos como Polonia, Rumania, Hungría, Moldavia, Eslovaquia y los países bálticos son ahora hermanos de sangre y de vida, ya no fragmentos de un "ex-mundo" totalitario, sino el alma oriental de un continente rico en historia, cultura y fe religiosa, así como en medios financieros y potencial tecnológico. Con la resistencia de Ucrania ha nacido una nueva Europa del Este, una frontera que se extiende desde el Mar Báltico hasta el Mar Negro, frente a las amenazas de la Eurasia barbárica.
Rusia, en cambio, enfrenta el abismo del aislamiento y el resentimiento, de la recesión económica y la insignificancia política, del desprecio y la perplejidad del resto del mundo, incluyendo los países "amigos para siempre" como la gran China, la altiva Turquía y la inmensa India, que fingen acariciar al perro rabioso, manteniéndose lo más lejos posible de él. Tanto los que apoyan incondicionalmente el patriotismo militante como los muchos que sólo esperan que acabe la pesadilla o los que intentan tímidamente oponerse a ella -arriesgándose a los campos de concentración y a ser expulsados de la vida social de cualquier otra forma-, todos los rusos miran al futuro con una sensación de desconcierto e incertidumbre, de rabia y culpa, de frustración y horror al vacío.
No es la primera vez en su historia que Rusia se enfrenta a la pérdida de sí misma y a la necesidad de atravesar un desierto helado sin ver una salida. En los mil años de su historia la sucesión de muertes y renacimientos ha sido más bien la dimensión que han tenido que afrontar todas las generaciones de rusos, mucho más que otras regiones del mundo marcadas por conflictos y catástrofes, desde el Mediterráneo hasta Oriente Medio, las guerras del norte o las coloniales de los mares y océanos. Los dos siglos del "yugo tártaro" medieval impidieron que la antigua Rus' fuera protagonista del renacimiento europeo tras el fin de los antiguos imperios, condenándola a un "atraso en la civilización" que en gran medida alimenta los complejos de inferioridad y rencor que todavía hoy estallan en la sangre de los rusos. El siglo XVII de las "turbulencias" desintegró lo que se había intentado construir en el siglo anterior, el sueño de la "Tercera Roma". Setenta años de totalitarismo soviético tuvieron un efecto similar, si no mayor, que las numerosas desapariciones y "estancamientos" de Rusia en los siglos anteriores.
Precisamente durante el régimen comunista, que todavía marca en gran medida la conciencia de los rusos, la dinámica de muerte y resurrección se ha repetido varias veces debido a la imposibilidad de concretar el ideal universal de la revolución y el nuevo mundo de justicia y paz. La guerra civil leninista dio lugar a una tímida economía de mercado, posteriormente sofocada por los treinta años estalinistas, que parecían haber alcanzado el ansiado éxito gracias al triunfo de la guerra patriótica y a la gran transformación industrial lograda con la esclavitud de los prisioneros de los campos de concentración. No es casualidad que el putinismo se presente como una imitación del estalinismo, tanto en el fervor bélico-ideológico como en sus pretensiones universales y económicas, acompañadas por represiones cada vez más parecidas a las del Archipiélago Gulag. La muerte de Stalin no dejó un paraíso hecho realidad sino un infierno de opresión del que había que liberarse lo antes posible, como trató de hacer el contradictorio "deshielo kruscioviano", pronto abortado para restaurar el inmovilismo y la dictadura neoestalinista de los veinte años de Brezhnev. La guerra de Afganistán obligó a Rusia a buscarse nuevamente a sí misma, en los torpes intentos de la perestroika de Gorbachov y de la democracia filo occidental de Yeltsin, tan desafortunados como para producir un nuevo totalitarismo con la ortodoxia militante de Putin y Kirill.
Los dioscuros de la soberanía de los fantasmagóricos "valores tradicionales", el zar y el patriarca, se han expulsado a sí mismos de la historia, y sólo sobreviven sus trágicas máscaras en las explosiones histéricas de las bombas contra Ucrania, sabiendo que ya no tienen ningún rol en la historia rusa y universal. Tanto la sociedad como la Iglesia rusa se preguntan cómo hacer para reemplazarlos, en la medida de lo posible en los próximos meses. Pero aunque fuera dentro de varios años, las condiciones de hecho no cambiarían y sólo se prolongaría este nuevo estancamiento.
En este momento no existen verdaderas alternativas al presidente Putin y al patriarca Kirill en la política civil y eclesiástica, que en Rusia están indisolublemente unidas. Los opositores y disidentes se encuentran en campos de concentración o en el exilio, y las muchas dignas personalidades que componen esta "diáspora interna y externa" no tienen, por ahora, la fuerza ni las ideas para proponer una alternativa. Los militares, los gobernadores regionales, los ministros y toda la clase dirigente están alineados y sometidos, por convicción y por necesidad, a los deseos del búnker del Kremlin. Y lo más preocupante es que los únicos que se mueven en una perspectiva de futuro son los espíritus más fanáticos y belicosos, como el presidente checheno Ramzan Kadyrov, o el "cocinero de Putin" Evgenij Prigozhin.
El fundador de la sanguinaria "compañía Wagner", los mercenarios que reproducen en forma extrema la brutalidad de los spetsnaz soviéticos, en las últimas semanas ha decidido terminar con todas las dudas y poner en marcha una nueva formación que sea capaz de hacer frente al cada vez más inminente post-Putin. Prigozhin está planificando la creación de un "movimiento patriótico conservador", al que la prensa llama radikal-patrioty, para que intervenga públicamente en formas cada vez más explícitas tras años de esconderse ente bambalinas en la "cocina" del poder. En centros comerciales comprados o requisados organiza conferencias, exposiciones y jornadas de estudio en las que se acusa a las élites en el poder de ser demasiado tímidas, se cultiva el revanchismo más extremo y el sentimiento de venganza por los fracasos militares. El Kremlin multiplica los comunicados de desmentida, según los cuales "Prigozhin no tiene la intención de formar un nuevo partido sino que se dedica a proyectos sociales de gran envergadura", e incluso los comunistas del KPRF aseguran que el eventual partido de Prigozhin "está condenado al fracaso”, fórmulas que no hacen más que aumentar la sensación de temor por lo que realmente puede ocurrir.
El radicalismo patriótico no es más que una forma extrema de populismo, la dimensión en la que han encallado las políticas de todos los países del mundo en las últimas décadas, tras el agotamiento de las ideologías y el supuesto “fin de la historia”. Se trata, por el contrario, de comenzar una nueva historia, en Rusia y no solo en ella, buscando el coraje de volver a empezar con humildad y apertura en todas las instancias, comenzando por la paz, para encontrar el sentido de la solidaridad y la concordia, del diálogo y la reconstrucción de los mundos y de las almas.
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