Papa: pastores han de revisar esa “rigidez” que es un obstáculo para cuantos se acercan al confesionario
Francisco celebró una liturgia penitencial durante la cual se confesó y confesó a algunos fieles. “¡Qué fácil y equivocado es creer que la vida depende de lo que se posee, del éxito o la admiración que se recibe; que la economía consiste sólo en el beneficio y el consumo; que los propios deseos individuales deben prevalecer por encima de la responsabilidad social. Mirando sólo a nuestro yo, nos volvemos ciegos, apagados y replegados en nosotros mismos, vacíos de alegría y libertad”.
Ciudad del Vaticano (AsiaNews) – Revisar esos comportamientos, esa “rigidez” que obstaculiza a cuantos se acercan al confesionario para volver “a ver” la presencia de Jesús, de modo que “cada hombre y mujer que se acerque al confesionario encuentre a un padre, encuentre un padre, encuentre un padre que lo espera, encuentre al Padre que lo perdona”. Por segunda vez, hoy, el Papa volvió a hablar de la confesión. Y si esta mañana había dado indicaciones a cuantos participan del curso promovido por la Penitenciaría apostólica, hoy a la tarde presidió, en la basílica de san Pedro, una liturgia penitencial –que inauguró un momento penitencial especial, llamado “24 horas para el Señor”- durante la cual él mismo se confesó. Quitados los paramentos litúrgicos y tan sólo con el hábito blanco, se arrodilló ante el confesionario para recibir la absolución de un sacerdote, y luego, se sentó en el lugar del confesor, para administrar, por más de una hora, el sacramento de la Reconciliación a algunos fieles.
Anteriormente, comentando el pasaje del Evangelio que cuenta del ciego Bartimeo, al quien Jesús vuelve a dar la vista, había subrayado el “gran valor simbólico y existencial, porque cada uno de nosotros se encuentra en la situación de Bartimeo. Su ceguera lo había llevado a la pobreza y a vivir en las afueras de la ciudad, dependiendo en todo de los demás. El pecado también tiene este efecto: nos empobrece y aísla. Es una ceguera del espíritu, que impide ver lo esencial, fijar la mirada en el amor que da la vida; y lleva poco a poco a detenerse en lo superficial, hasta hacernos insensibles ante los demás y ante el bien. Cuántas tentaciones tienen la fuerza de oscurecer la vista del corazón y volverlo miope. Qué fácil y equivocado es creer que la vida depende de lo que se posee, del éxito o la admiración que se recibe; que la economía consiste sólo en el beneficio y el consumo; que los propios deseos individuales deben prevalecer por encima de la responsabilidad social. Mirando sólo a nuestro yo, nos hacemos ciegos, apagados y replegados en nosotros mismos, vacíos de alegría y libertad”.
También nosotros, prosiguió Francisco, “Reconozcamos todos ser mendigos del amor de Dios, y no dejemos que el Señor pase de largo. Dice san Agustín ‘Tengo miedo de que pase el Señor y que yo lo deje pasar’, «Timeo transeuntem Dominum». Demos voz a nuestro deseo más profundo: «(Jesús) que yo pueda verde nuevo» Este Jubileo de la Misericordia es un tiempo favorable para acoger la presencia de Dios, para experimentar su amor y regresar a él con todo el corazón. Como Bartimeo, arrojemos el manto y pongámonos de pie (cf. v. 50): arrojemos, es decir, abandonemos lo que nos impide ser ágiles en el camino hacia Él, sin miedo a dejar lo que nos da seguridad y a lo que estamos apegados; no permanezcamos sentados, levantémonos nuevamente, reencontremos nuestra dimensión espiritual, la dignidad de hijos amados que están ante el Señor para ser mirados por él a los ojos, perdonados y recreados. Una palabra, quizás, que hoy llega a nuestro corazón es la misma de la creación del hombre, ¡Dios nos ha creado de pie, erguidos!
“Hoy más que nunca, sobre todo nosotros los Pastores, estamos llamados a escuchar el grito, quizás escondido, de cuantos desean encontrar al Señor. Estamos obligados a revisar esos comportamientos que a veces no ayudan a los demás a acercarse a Jesús; los horarios y los programas que no salen al encuentro de las necesidades reales de los que podrían acercarse al confesionario; las reglas humanas, si valen más que el deseo de perdón; nuestra rigidez, que puede alejar la ternura de Dios. No debemos ciertamente disminuir las exigencias del Evangelio, pero no podemos correr el riesgo de malograr el deseo del pecador de reconciliarse con el Padre, porque lo que el Padre espera antes que nada es el regreso a la casa del hijo (cf. Lc 15,20-32). Que nuestras palabras sean las de los discípulos que, repitiendo las mismas expresiones de Jesús, dicen a Bartimeo: «Ánimo, levántate, que te llama» (v. 49). Estamos llamados a infundir ánimo, a sostener y conducir a Jesús. Nuestro ministerio es el del acompañar, porque el encuentro con el Señor es personal, íntimo, y el corazón se pueda abrir sinceramente y sin temor al Salvador. No lo olvidemos: sólo Dios es quien obra en cada persona. En el Evangelio es él quien se detiene y pregunta por el ciego; es él quien ordena que se lo traigan; es él quien lo escucha y lo sana. Nosotros hemos sido elegidos para suscitar el deseo de la conversión, para ser instrumentos que facilitan el encuentro, para extender la mano y absolver, haciendo visible y operante su misericordia. Que cada hombre y mujer que se ponga a un lado del confesionario encuentre a un padre, encuentre un padre que lo espera, encuentre al Padre que lo perdona”.
“La conclusión del relato evangélico está cargada de significado: Bartimeo «al momento recobró la vista y lo seguía por el camino» (v. 52). También nosotros, cuando nos acercamos a Jesús, vemos de nuevo la luz para mirar el futuro con confianza, reencontramos la fuerza y el valor para ponernos en camino. En efecto «quien cree ve» (Carta enc. Lumen fidei, 1) y va adelante con esperanza, porque sabe que el Señor está presente, sostiene y guía. Sigámoslo, como discípulos fieles, para hacer participes a cuantos encontramos en nuestro camino de la alegría de su amor. Y después del abrazo del Padre, el perdón del Padre, hagamos una fiesta en nuestro corazón, porque Él festeja”
17/12/2016 13:14