Papa: Celebrar a la Santa Madre de Dios nos recuerda que tenemos Madre; no somos huérfanos
En la misa de la solemnidad de María Madre de Dios y en la Jornada Mundial de la Paz, el Papa Francisco indica la “maternidad de María” como remedio a la “orfandad espiritual” que destruye el sentido de pertenencia a una familia, a un pueblo. “Las madres son el antídoto más fuerte ante nuestras tendencias individualistas y egoístas, ante nuestros encierros y apatías”. “Esa mirada que nos libra de la orfandad… esa mirada que nos recuerda que somos hermanos: que yo te pertenezco, que tú me perteneces, que somos de la misma carne”.
Ciudad del Vaticano (AsiaNews) – “Celebrar a la Santa Madre de Dios nos recuerda que tenemos Madre; no somos huérfanos”. Tener “una Madre” nos permite ser “un pueblo”, “pertenecernos”, “nos recuerda que somos hermanos: que yo te pertenezco, que tú me perteneces, que somos de la misma carne”.
Son los temas sobre los cuales Francisco volvió muchas veces, como en un estribillo, en su homilía durante la misa de la solemnidad de María Madre de Dios, que coincide con la fecha de la Jornada mundial de la Paz, que este año está en su 50ma edición, con el tema “La no violencia: estilo de una política para la paz”.
Aparentemente, el pontífice no citó ningún aspecto de su Mensaje para la Jornada, pero al celebrar la Maternidad de María esclareció cuáles son las bases para una sociedad no sólo “no violenta”, sino llena de “ternura”, y capaz de custodiar la vida, capaz de crear una familia, que en el Mensaje es la base y el origen de una cultura de la no violencia.
“Lejos de querer entender o dominar la situación –dijo el Papa- María es la mujer que sabe conservar, es decir proteger, custodiar en su corazón el paso de Dios en la vida de su Pueblo… En los Evangelios, María aparece como una mujer de pocas palabras, sin grandes discursos ni protagonismos, pero con una mirada atenta que sabe custodiar la vida y la misión de su Hijo y, por lo tanto, de todo lo amado por Él. Ha sabido custodiar los albores de la primera comunidad cristiana, y así aprendió a ser madre de una multitud.”.
“Celebrar la maternidad de María como Madre de Dios y madre nuestra, al comenzar un nuevo año, significa recordar una certeza que acompañará nuestros días: somos un pueblo con Madre, no somos huérfanos”.
“Las madres son el antídoto más fuerte ante nuestras tendencias individualistas y egoístas, ante nuestros encierros y apatías. Una sociedad sin madres no sería solamente una sociedad fría, sino una sociedad que ha perdido el corazón, que ha perdido el «sabor a hogar». Una sociedad sin madres sería una sociedad sin piedad que ha dejado lugar sólo al cálculo y a la especulación. Porque las madres, incluso en los peores momentos, saben dar testimonio de la ternura, de la entrega incondicional, de la fuerza de la esperanza. He aprendido mucho de esas madres que teniendo a sus hijos presos, o postrados en la cama de un hospital, o sometidos por la esclavitud de la droga, con frío o calor, lluvia o sequía, no se dan por vencidas y siguen peleando para darles lo mejor. O esas madres que en los campos de refugiados, o incluso en medio de la guerra, logran abrazar y sostener, sin desfallecer, el sufrimiento de sus hijos. Madres que dejan literalmente la vida para que ninguno de sus hijos se pierda. Donde está la madre hay unidad, hay pertenencia, pertenencia de hijos”.
La maternidad de María protege de la “corrosiva enfermedad de la ‘orfandad espiritual’, “esa orfandad que vivimos cuando se nos va apagando el sentido de pertenencia a una familia, a un pueblo, a una tierra, a nuestro Dios. Esa orfandad que gana espacio en el corazón narcisista que sólo sabe mirarse a sí mismo y a los propios intereses y que crece cuando nos olvidamos de que la vida ha sido un regalo —que se la debemos a otros— y que estamos invitados a compartirla en esta casa común”.
Esta “orfandad espiritual” es “un cáncer que silenciosamente corroe y degrada el alma. Y así nos vamos degradando ya que, entonces, nadie nos pertenece y no pertenecemos a nadie: degrado la tierra, porque no me pertenece, degrado a los otros, porque no me pertenecen, degrado a Dios porque no le pertenezco, y finalmente termina degradándonos a nosotros mismos, porque nos olvidamos de quiénes somos, del «apellido» divino que tenemos. La pérdida de los lazos que nos unen, típica de nuestra cultura fragmentada y dividida, hace que crezca ese sentimiento de orfandad y, por tanto, de gran vacío y soledad”.
Al contrario, “celebrar la fiesta de la Santa Madre de Dios nos vuelve a dibujar en el rostro la sonrisa de sentirnos pueblo, de sentir que nos pertenecemos; de saber que solamente dentro de una comunidad, de una familia, las personas podemos encontrar «el clima», «el calor» que nos permita aprender a crecer humanamente y no como meros objetos invitados a «consumir y ser consumidos». Celebrar la fiesta de la Santa Madre de Dios nos recuerda que no somos mercancía intercambiable o terminales receptoras de información. Somos hijos, somos familia, somos Pueblo de Dios”.
“Jesucristo en el momento de mayor entrega de su vida, en la cruz, no quiso guardarse nada para sí, y entregando su vida nos entregó también a su Madre. Le dijo a María: aquí está tu Hijo, aquí están tus hijos. Y nosotros queremos recibirla en nuestras casas, en nuestras familias, en nuestras comunidades, en nuestros pueblos. Queremos encontrarnos con su mirada maternal. Esa mirada que nos libra de la orfandad; esa mirada que nos recuerda que somos hermanos: que yo te pertenezco, que tú me perteneces, que somos de la misma carne. Esa mirada que nos enseña que tenemos que aprender a cuidar la vida de la misma manera y con la misma ternura con la que ella la ha cuidado: sembrando esperanza, sembrando pertenencia, sembrando fraternidad.
Celebrar a la Santa Madre de Dios –concluyó- nos recuerda que tenemos Madre; no somos huérfanos, tenemos una Madre. Confesemos juntos esta verdad. Y los invito a aclamarla tres veces como lo hicieron los fieles de Éfeso: ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios!”.
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