Moscú, Asia Central y los talibanes dos años después de su regreso a Kabul
En la lógica de Putin, la huida de los estadounidenses de la capital afgana desencadenó la primavera de la “gran venganza”. Ahora Rusia invita regularmente a Moscú a los representantes de Kabul para celebrar consultas, a pesar de que todavía considera a los talibanes una "organización terrorista" no grata. Y los demás países ex soviéticos también se alinean con el Kremlin y condenan oficialmente al gobierno afgano, aunque al mismo tiempo lo juzgan un socio necesario.
Han pasado dos años desde la precipitada huida de los estadounidenses de Afganistán, veinte años después del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York que había provocado una reacción contra el extremismo islámico en todo el mundo, empezando por las montañas asiáticas donde se escondía Bin Laden. La retirada había comenzado en mayo de 2021, y a mediados de agosto los talibanes regresaron triunfalmente a Kabul, obligando a Occidente a renunciar a su papel de "exportador de democracia" a todo el mundo, junto con los derechos civiles y el progreso político, económico y moral que conllevan los valores basados en la libertad de la persona.
Los dramáticos días en que abandonaron el aeropuerto de la capital afgana parecen haberse desvanecido en la niebla y el olvido, sin que el retorno al Islam medieval asiático haya cuestionado realmente la conciencia del "mundo civilizado", salvo por la aún más dramática invasión rusa de Ucrania -consecuencia simbólica del ocaso de Occidente- que desde los altiplanos centroasiáticos traslada al corazón de Europa la “guerra de los valores”. La renuncia de Estados Unidos a su rol dominante a nivel mundial ya había resultado patente unos años antes en Siria, cuando los estadounidenses dejaron de hecho el campo libre a rusos y turcos en el control de los territorios ocupados por los terroristas del ISIS, el islamismo radical “globalizado” que ahora se evapora frente al radicalismo soberanista cada vez más rampante en todas las latitudes.
Ya entonces, entre 2014 y 2016, la coincidencia entre Asia y Europa era bastante evidente en la movilización de los rusos hacia el Oriente Próximo (donde nació la compañía Wagner de Prigozhin) y hacia el vecino Occidente de Ucrania, con el comienzo “híbrido” de la guerra del Donbass tras la reconquista de Crimea, símbolo de la Rusia que se impone a los imperios enemigos, como ya venía sucediendo desde los orígenes de su historia. Desde Crimea el príncipe "bautista" Vladimir el Grande había amenazado con invadir Constantinopla, y desde las mismas murallas de Quersoneso, hoy Sebastopol, el nuevo zar Vladimir "el Terrible" amenaza con destruir toda Europa, desde el Mar Báltico hasta el Mar Negro, sin perder de vista las tierras de allende el océano.
Cuando el patriarca de Moscú Kirill se reunió con el Papa Francisco en el aeropuerto de La Habana el 12 de febrero de 2016, el tema del encuentro fue la defensa de los valores eternos del cristianismo junto con la bendición de la presencia rusa en Siria en vez de los estadounidenses, y la advertencia a los ucranianos de que no pelearan entre ellos, para evitar males mayores. Unos meses después, la Iglesia rusa decidió no participar en el Concilio Pan-Ortodoxo de Creta, dando comienzo a la ruptura histórica con Constantinopla y la regresión a sus orígenes medievales.
En la lógica de Putin, la huida de Kabul hace dos años desencadenó la "gran venganza", el momento más oportuno para volver a proponer la grandeza perdida de Rusia y vengarse de las numerosas ofensas recibidas, empezando por el fin de la Unión Soviética. Precisamente la derrota en Afganistán fue uno de los elementos decisivos del "acontecimiento más trágico del siglo XX", como repitió en reiteradas oportunidades el líder del Kremlin, que había llegado al poder para controlar el extremismo islámico en Chechenia -consecuencia del colapso del imperio soviético-. La presencia de los estadounidenses en Kabul, más allá de las razones militares, resultaba insoportable para los rusos, sobre todo por la propagación del "veneno occidental", esa civilización moralmente "degradada" que al final intentó -siempre según la versión rusa más radical- penetrar en la mente y el corazón de las personas de todo el mundo con la invención del coronavirus, la pandemia que precedió y a su vez inspiró la operación especial para la “defensa de los valores tradicionales”.
Los vínculos entre el covid, Afganistán y Ucrania no son casuales, no es la tragedia de los "siete años de desgracias" de reminiscencias veterotestamentarias, que desde la explosión del virus a fines de 2019 amenaza con convertirse ahora en una nueva era sin fin de enfrentamiento entre los distintos bandos del siglo XXI. El extremismo talibán se superpone hoy con el extremismo ortodoxo, en un "renacimiento de la religión" con sabor satánico e inhumano, con bombas, tanques y drones benditos que ni siquiera era posible soñar en la época de las Cruzadas y las guerras por la reconquista de Tierra Santa. Ahora Rusia invita regularmente a Moscú a los representantes de Kabul para celebrar consultas, a pesar de que todavía considera a los talibanes una "organización terrorista" no grata, cuando ya resulta evidente que su regreso fue muy bien recibido por el "mundo ruso" de Putin. Incluso los países de Asia Central, que gracias a la guerra en Ucrania se están distanciando progresivamente de Moscú y acercándose a Beijing, se alinean con el Kremlin para condenar oficialmente al gobierno afgano, pero al mismo tiempo lo juzgan un socio necesario, tanto para los negocios como por su estilo de vida. Aún sin llegar a los excesos de los talibanes, que han excluido por completo a las mujeres de la educación escolar, la orgullosa defensa de los “valores” en Asia Central muestra una gran sintonía en la condena de toda forma de expresión del individuo, especialmente la homosexualidad y la “propaganda Lgbt”, como en la ley que se aprobó hace pocos días en Kirguistán, copiada textualmente de la rusa del año pasado.
Se está confirmando cada vez más la motivación que proclamó el patriarca Kirill una semana después de la invasión de Ucrania, que al principio parecía haberlo sorprendido negativamente: "Debemos defendernos de Occidente, de lo contrario nos obligarán a participar en los desfiles gay". Lo que parecía una exageración polémica era en realidad el núcleo del problema: la guerra "metafísica", de la que Ucrania y Afganistán son los polos opuestos de una visión del mundo, que conduce a la destrucción apocalíptica. Tanto Putin como Xi Jinping tienen más de setenta años y ya no tienen miedo de levantar los muros que podrían convertir a toda la tierra en un gran cementerio.
En los países de la ex Unión Soviética también se multiplican los encuentros para hablar de Afganistán y con los afganos. La semana pasada fue un "foro económico" en Kazajistán, y poco antes en Samarcanda, Uzbekistán. No son reuniones inspiradas directamente por Rusia, sino tendencias paralelas de movimientos geopolíticos, por eso Moscú no teme perder el control militar y económico sobre sus antiguos súbditos y pone en primer lugar la continuidad ideológica de un nuevo mundo euroasiático. El único país que todavía es hostil a los talibanes es Tayikistán, y por una razón muy evidente: los tayikos son parientes de los afganos, y les gustaría ser ellos los que controlan el gobierno de Kabul. Turkmenistán, lugar por excelencia de las transformaciones simbólicas de todas las formas de extremismo, ya sea islámico, homofóbico, rusófilo o sinófilo, fue el primero en reconocer como legítima la toma del poder por parte de los talibanes, ocultando su satisfacción con la cínica proclamación de su propia "neutralidad". Uzbekistán, que también está étnicamente muy implicado en la relación con las tribus afganas, se ha adaptado a su vez con bastante rapidez a la nueva realidad junto con Kirguistán, por no hablar de Kazajistán que, como no limita con Afganistán, se permite ensalzar su propia inmensidad como una gran vía para la unión de todos los pueblos -si tan solo los rusos no lo invaden en una posible réplica de la operación en Ucrania-.
Rusia tiene que hacer frente a la galopante crisis económica provocada por las sanciones occidentales, que recién ahora empiezan a hacerse sentir realmente con la irrefrenable devaluación del rublo. Y Asia Central, junto con el Cáucaso, también resiente de estos sacudones debido a los lazos económicos de herencia soviética, hoy reactivados aunque más no sea como una forma de eludir las sanciones. Armenia corre incluso el riesgo de caer en la "enfermedad holandesa", el crecimiento desmedido de algunos sectores de la economía en detrimento de otros, debido a un fortalecimiento anómalo de su moneda, el dram, por el enorme flujo de divisas procedente de Rusia en 2022, mientras intenta a su vez desatar los nudos de la frontera entre Oriente y Occidente con su enemigo histórico, Azerbaiyán. Sin embargo, la "sed de victoria" de Rusia no afecta principalmente a la economía: el pueblo siempre ha estado acostumbrado al sufrimiento, los oligarcas siempre saben de dónde sacar recursos para sus lujos, y en los tórridos días de mediados de agosto muchos de ellos disfrutan tranquilamente en la "colonia rusa" de Forte dei Marmi, en Italia, desafiando todas las sanciones.
El Afganistán de los talibanes, el país sumido hace dos años en su oscuro pasado, podría convertirse en el modelo del país del futuro. La "talibanización" de Rusia y de toda Eurasia, el choque de civilizaciones entre modelos antropológicos antes que políticos o económicos, se extiende a todo el mundo desde los territorios fronterizos hasta las dimensiones del alma. Cuando Moscú y Beijing reconozcan oficialmente al gobierno de Kabul, la guerra en curso encontrará su verdadera solución: no en las negociaciones de paz entre rusos y ucranianos, que durarán siglos sin llegar a ningún resultado, sino en la gran Victoria sobre el enemigo interior: el miedo y la vergüenza de sentirse excluidos del resto del mundo.
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