Los oscuros 25 años del zar Putin
Ha pasado ya un cuarto de siglo desde que Boris Yeltsin entregó el poder. Nadie pensaba entonces que desaparecería esa pacífica y próspera Rusia que en 1997 había celebrado los 850 años de Moscú. Hoy, sin embargo, los saludos de Año Nuevo repiten ominosamente "seguiremos adelante hasta la victoria", mientras todo parece llevar a Rusia cada vez más hacia atrás.
Ya ha pasado un cuarto de siglo desde el ascenso al trono del Kremlin de Vladimir Putin, el acontecimiento que - según la definición de Andrej Kolesnikov en Novaya Gazeta - provocó "la mayor catástrofe antropológica del siglo XXI". En realidad la decisión de confiarle el destino del país tras el "punto de inflexión más trágico del siglo XX", como calificó Putin el fin de la URSS, se había tomado antes de que comenzara el tercer milenio de la era cristiana, cuando Boris Yeltsin activó la "bomba de efecto retardado" del oscuro funcionario de la KGB-FSB, poniéndolo al frente del gobierno a fines de 1998. Le entregó la presidencia en vísperas del nuevo siglo y salió de la escena y de la historia recomendando al ex vicealcalde de San Petersburgo que "cuidara" de Rusia.
Fue el fin de la incierta democracia postsoviética, que se había expresado desde la elección de Yeltsin en 1990 como presidente de la República Soviética Rusa (RSFSR), en el intento de Gorbachov de salvar el sistema reformándolo desde dentro. En 1996 Yeltsin fue reelegido presidente de la Federación Rusa, derrotando por un estrecho margen al renacido partido comunista de Genádiy Zyuganov, apoyado por la Iglesia ortodoxa del metropolita Kirill (Gundyaev), y ya entonces resultaba evidente que Rusia estaba retrocediendo en la historia, evocando sus pretensiones imperiales. En el 2000 la elección de Putin, que ya había reemplazado a Yeltsin en sus funciones, tuvo lugar el 26 de marzo, y supuso la victoria del "democrático" sucesor con un 53% frente al 30% del comunista Zjuganov, que a partir de ese momento se convirtió en su devoto partidario, construyendo así el "consenso popular" del fatídico 80%, cifra mínima de la tradición totalitaria. La democracia rusa se había agotado.
El "totalitarismo de retorno", como lo llama el sociólogo Lev Gudkov, director del Levada-Centr, ha causado unla progresiva regresión antropológica del pueblo ruso, un sentimiento de auto-represión anterior aún a las leyes anti-todo y a las listas de proscritos, que ahora están a la orden del día en una Rusia en guerra permanente. Hombres y mujeres que vivían la euforia de la libertad de expresión y la confrontación de ideas diferentes sobre el presente y el futuro de Rusia, poco a poco empezaron a pensar y comportarse de manera servil y ciegamente "patriótica". En las transmisiones de Año Nuevo de los días pasados, fue impresionante ver a cantantes libertarios como Filipp Kirkorov actuando prácticamente con uniforme militar, y a hombres de cultura que adornaban el árbol con bombas y municiones, deseando el exterminio de los ucranianos "si no dentro del año, por lo menos en dos o tres años".
En los años noventa se había difundido el tipo del "nuevo ruso", entregado al consumismo desenfrenado tras décadas de abstinencia brezneviana, que viajaba entre las costas del Mediterráneo y los Alpes franceses intentando ignorar su propio complejo de inferioridad frente a la opulencia de Occidente, y ahuyentar las regurgitaciones del resentimiento por la pérdida de la superpotencia soviética, lo que en cambio fue cargando la bomba de Putin hasta que estalló en los años veinte. Las pálidas reformas liberales de los primeros cinco años post soviéticos fueron rápidamente dejadas de lado para preservar la ilusión de la prosperidad oligárquica, que luego se puso al servicio del poder central hasta la inversión en la actual economía de guerra, el verdadero destino de la riqueza acumulada en los primeros veinte años de la Rusia de Yeltsin-Putin.
Como decía Aleksandr Rubtsov, uno de los politólogos más importantes, recientemente fallecido, la cúspide de la pirámide de poder de Putin se construyó sobre la base de una selección de cuadros dirigentes que ha sido definida como "sistema de elevación de las alcantarillas", creando una casta de personas "simil Putin" que hoy hace imposible pensar en un futuro de cambio y renovación política, cualquiera que sea el destino personal del zar. El escritor Denis Dragunsky afirma que 2025 se abre en Rusia como "un atractivo cuadro de pro-retrospectivas".
Hace un cuarto de siglo nadie pensaba que desaparecería aquella pacífica y floreciente Rusia que en 1997 celebró los 850 años de Moscú, y en 2003 los 300 años de San Petersburgo, devolviendo el lustre a las dos capitales históricas del país en el torbellino del evroremont, la construcción de edificios modernos de estilo europeo. Rusia no sentía la humillación de sentirse excluida, porque era muy activa en los mercados internacionales con sus infinitos recursos energéticos, la ciencia y la educación se entrelazaban con las instituciones más importantes de todos los países de Oriente y Occidente, el moderno sistema de jubilaciones, garantizado por la red oligárquica, aseguraba una serena protección de las familias y los ancianos, e incluso la atención de la salud funcionaba para todos, más allá de las inevitables derivas de corrupción.
Hoy, en cambio, los saludos para el nuevo año repiten siniestramente "seguiremos adelante, hasta la victoria", cuando es evidente que Rusia corre cada vez más hacia atrás, recorriendo las rutas siberianas de los campos de concentración soviéticos hasta las rusificaciones forzadas de los ucranianos por parte de los zares del siglo XIX, y los sueños de la Tercera Roma del primer zar, Iván el Terrible. Como decía el héroe de una novela del filósofo y escritor Aleksandr Zinoviev, "nosotros seguimos adelante, superando con mucho nuestras espaldas", sin permitir que nadie se detenga para reflexionar sobre lo que está ocurriendo. Cualquiera que siquiera exprese dudas es marginado, e incluso queda excluido de la sociedad como “traidor a la patria”, y se acusa de tendencias extremistas a todo aquel que no se rinde a la catástrofe. La época de los drones que estallan sobre las ciudades y de los aviones que caen por causas oscuras se denomina "era de la seguridad", y la desintegración de las familias y de las relaciones humanas se celebra con el Año de la Familia que acaba de terminar, en vista del Año de la Victoria y la Unidad que se celebrará el próximo 9 de mayo, en el 80 aniversario del glorioso final de la Gran Guerra Patriótica.
El aislamiento de la cultura y de la sociedad mundial, con la exclusión de cualquier posibilidad de intercambio de estudiantes e investigación con universidades extranjeras, el cierre de los mercados energéticos y tecnológicos, incluso el cisma eclesiástico con las demás Iglesias ortodoxas, todo esto se exalta como la nueva "soberanía" de Rusia, frente a cualquier injerencia del exterior. En las escuelas se celebran rituales arcaicos y grotescos, y los niños del jardín de infantes marchan bajo retratos de Stalin para defender "los valores morales y espirituales tradicionales". La defensa de los derechos más básicos, desde los que contienen los diez mandamientos bíblicos hasta los de la Carta de la ONU, e incluso los que enumera la propia Constitución de la Federación Rusa, resulta ser una "ideología destructiva", que supera en la realidad incluso las fantasías de Orwell y Kafka, o de Bulgakov y Zamjatin.
El resentimiento de la Rusia de Putin repite las acusaciones de la pregunta más clásica de la literatura y de la publicidad rusa, "¿quién tiene la culpa?". Se remontan hasta Nikita Khruscev, que permitió usar los blue-jeans que "mortifican al género masculino" y regaló Crimea a los ucranianos, a Mikhail Gorbachev que hizo pedazos el sistema inmutable del "estancamiento brezhneviano" y entregó a los occidentales toda la Europa del Este, hasta Egor Gajdar, el economista de Yeltsin que con las privatizaciones "vendió Rusia a los estadounidenses". Se acusa incluso al semidivino Vladimir Lenin, que no supo mantener unido el imperio e "inventó Ucrania", y obligó a Stalin a volver a recomponer las piezas "causando algunas víctimas". No faltan las acusaciones contra el oligarca húngaro-estadounidense George Soros, figura emblemática de los "poderes fuertes" que conspiran en las sombras, que con sus acciones "humanitarias" infectó a Rusia con sistemas educativos y publicaciones totalmente ajenos al verdadero espíritu patriótico.
Desde hace veinticinco años impera en Rusia un régimen cada vez más oscuro y opresivo, contra el que no se puede discutir ni objetar, y se está obligado a discurrir sobre las culpas de Yeltsin y Gajdar. La historia se reescribe y se adapta continuamente, en los libros de texto obligatorios para las escuelas de todos los tipos y niveles, y hasta en la eliminación de la placa conmemorativa de las víctimas del lager de Solovki de la plaza Lubjanka, el reino de la KGB-FSB de donde proviene el tipo antropológico putiniano. En muchas ciudades se están erigiendo nuevamente los monumentos a Stalin, el verdadero progenitor de esta forma de humanidad insensible y agresiva, retrógrada y apocalíptica que hoy domina un país cada vez más irreconocible y degenerado, incluso en comparación con sus épocas más sanguinarias.
Uno de los principales partidarios e ideólogos de Putin, el oligarca ortodoxo Konstantin Malofeev, dirigió un saludo de Año Nuevo desde las pantallas de su canal de televisión Tsargrad, asegurando que "este año todo será diferente, sin ese viejo fanático de Biden y con una persona pragmática y amante de Rusia como Trump", revelando los verdaderos sentimientos de los rusos por una figura que refleja en gran medida las dimensiones de la "antropología soberanista". Un cuarto de siglo es un largo período, que ha superado el de muchos otros dictadores de la Rusia antigua y moderna, y sobre todo ha hecho olvidar las luminosas visiones del "fin de la historia" en la globalización económica y tecnológica. Se abre una era de aislamiento universal, de Trump a Putin, de Oriente a Occidente, donde lo que aparentemente desaparece no es sólo la democracia y la paz, las libertades y los derechos, sino la misma persona humana.
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