La voz del Líbano y de las periferias, en el Sínodo sobre los jóvenes
En la era digital, el Líbano ha dejado de una nación de encrucijada, para convertirse en un país- antena. Siendo la mezcla de culturas y religiones su rasgo distintivo, el país ha devenido un conductor por excelencia, sensible a los temblores culturales y sociales. El Sínodo es una escuela para elaborar un lenguaje universal, capaz de superar fronteras y generaciones, tesoro inagotable de la Iglesia.
Beirut (AsiaNews) – Entre los participantes del Sínodo de obispos dedicado a los jóvenes -que se está llevando a cabo del 3 al 28 de octubre en el Vaticano- figura una importante delegación de la Iglesia libanesa. Quien la guía es el patriarca maronita, el Card. Beshara Raï, acompañado por dos obispos, Mons. Fouad Naffah (del Líbano) y Mons. Élias Zeïdane (de Los Angeles, EEUU). A ellos se suman dos sacerdotes de origen libanés: Toufic Abou Hadir, quien se desempeña como coordinador de la Oficina para la Pastoral juvenil, en el patriarcado de Bkerké, y Jules Boutros, de la Iglesia siro-católica, que trabaja en la Pastoral universitaria.
El Sínodo de obispos es una asamblea consultiva creada por el Papa Pablo VI luego del Concilio Vaticano II, orientada a ayudar al pontífice en el gobierno de la Iglesia. En el evento en curso están participando 257 obispos de todo el mundo, y entre ellos, todos los patriarcas de las Iglesias orientales. La cita estuvo precedida por un trabajo preparatorio de dos años de duración, durante los cuales se consultó a cientos de jóvenes, que expresaron sus puntos de vista, opiniones y preocupaciones.
A través de cuestionarios y encuentros, esta consulta condujo a la elaboración de un documento de trabajo (el Instrumentum laboris) que funciona como una guía para las reuniones del sínodo. Éstas se caracterizan por una alternancia de asambleas generales (llamadas congregaciones) y de grupos de trabajo más reducidos (los círculos menores). Estos últimos, según una metodología ya aplicada anteriormente, haciendo un trabajo de síntesis, deben orientarse a la elaboración de una serie de recomendaciones, a modo de mensaje final, culminando en la redacción de una exhortación apostólica sobre el tema de los jóvenes y el discernimiento vocacional.
Pero, ¿qué puede tener para decir a los jóvenes, una asamblea de obispos de edad avanzada? Esta pregunta muestra por sí misma la paradoja de una Iglesia eternamente joven, como la verdad, a la cual se le pide, desde siempre, transmitir a las nuevas generaciones el legado sagrado que ella ha recibido: la persona de Jesucristo y los tesoros que lo acompañan. Además de la gran variedad de situaciones de vida que muestra, en el Sínodo también hay jóvenes cristianos de todos los continentes; y en particular, los jóvenes del Oriente Medio, una región donde el Líbano ocupa un espacio privilegiado, tanto por la posición que asume en el contexto del mundo árabe, como por los trágicos eventos de la última década.
Del Líbano como mensaje, al Líbano como antena
Se acostumbra decir que el Líbano es una nación de encrucijada. En la era digital, el Líbano es ante todo, un país-antena; una antena capaz de recibir todas las frecuencias. En primer lugar, debe considerarse que si bien el Líbano forma parte de Occidente, su cuerpo está situado en el tercer mundo, con sus problemas característicos, como la incapacidad para la asunción de responsabilidades a nivel político, el peso de su oligarquía, la corrupción, la mala gestión de los servicios públicos, etc. A pesar de tener esta personalidad llena de contrastes, la mezcla cultural y religiosa que distingue a esta nación y su multilingüismo hacen del pueblo libanés un conductor cultural por excelencia y una guía sensible a todos los temblores culturales y sociales. El Sínodo ha comparado a los jóvenes con un sismógrafo. Y este parangón calza a nuestros jóvenes como anillo al dedo.
“¿Pero el Sínodo también nos sirve a nosotros?, nos preguntan. Y la respuesta es: por supuesto que sí. Como resulta obvio, éste trata de problemáticas que pueden resultarnos totalmente ajenas. Nuestros problemas no son los mismos que caracterizan al Occidente, ni a Asia, que es donde se ubica el Oriente Medio. En nuestro caso –por tomar un ejemplo- los números muestran que no faltan las vocaciones; el laicismo agresivo se limita a alguna u otra élite occidentalizada; los obispos no son masacrados en sus catedrales. Sin embargo, para nosotros y para todos, el Sínodo es una gran escuela de lenguajes a través de los cuales la Iglesia puede aprender –tal como ha pedido el Papa Francisco- a hablar en las periferias, a formular un lenguaje universal capaz de superar las fronteras, de cruzar la brecha entre las generaciones, sorteando las riquezas personales y el color de la piel.
La periferia a la que se refiere Francisco no es un espacio; es un modo de ser que lleva a la vigilancia y a la escucha, una predisposición a seguir a Cristo por los caminos del siglo XXI, que son muy distintos a los de la Palestina de hace dos mil años. Y para seguirlo, es necesario conocerlo. Por otro lado, algunas verdades son inmutables a lo largo de los siglos. Todo conocen el proverbio: ‘El hábito no hace al monje”. Pero pocos conocen cómo sigue éste: “El habito no hace el monje, sino que lo distingue el corazón”. Acuñada por Santa Brígida de Suecia, esta frase habla de algo que es fundamental para la Iglesia: la autenticidad, que es lo contrario de la hipocresía.
Es a esto a lo que aspiran los jóvenes de todas las épocas y de todos los países. Es éste el lenguaje que la Iglesia aprende y re-aprende, al dirigirse a los jóvenes y al escucharlos. Aquello de lo que ellos –y también los menos jóvenes- rehúyen, es de una Iglesia hipócrita, una Iglesia clerical, una Iglesia que dice una cosa, pero hace otra. Una Iglesia reducida a una institución y vaciada de su alma, y tenemos muchos ejemplos de esto. Este tema –uno de los que el Papa Francisco tiene más presente en su corazón- constituye uno de los ejes fundamentales de las reflexiones que se llevan adelante en el Sínodo.
Imágenes deformadas de la Iglesia
La imagen deformada que algunos medios difunden, al hablar de la Iglesia, es la de una gran maquinaria represiva; la de una gran trampa, a través de la cual algunos predadores llevan a jóvenes seminaristas a sus lechos; en cuanto a nosotros, el cliché difundido es el de una enorme maquinaria que posee los mejores terrenos, las alturas y declives más bellos del Líbano, y que succiona la sangre de familias pobres que tratan de hacer que sus hijos ingresen a las escuelas, a las universidades o a los hospitales.
Es cierto que los hechos presentan muchos más matices, pero también hay algo de verdad en esta imagen. Uno de los libro de historia más bellos del mundo, el de los Hechos de los Apóstoles, cuenta que, luego de escuchar hablar a Pablo y constatar que el Evangelio que él predicaba no era distinto del suyo, Pedro, esta piedra inquebrantable sobre la cual Jesús fundó su Iglesia, le da el abrazo de la comunión y le recomienda “acordarse de los pobres”.
He aquí el tesoro inagotable de la Iglesia: los pobres, las barrigas vacías, pero también aquellos que tienen hambre de justicia, aquellos que están hambrientos de amor, los moribundos atacados por las ratas que necesitan de una Madre Teresa que los alce sobre sus espaldas, y los saque de las calles; ellos que, frente a nuestro ojos (y a los del Papa) están muriendo en las periferias de la verdad.
El Sínodo puede representar realmente un momento inolvidable, una verdadera efusión del Espíritu Santo. Los observadores musulmanes que fueron invitados al Sínodo sobre el Líbano en el año 1997 dieron testimonio de ello sin dudar un momento. La experiencia de Jesucristo forma una comunidad, subraya el sínodo; éste es uno de los fundamentos de la vocación. Ésta florece, ya sea como [vocación] familiar o eclesial, dentro de la comunidad, como “lugar del perdón y de la fiesta”, como expresa Jean Vanier con tanta belleza”.
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