30/07/2022, 09.01
MUNDO RUSO
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La revancha conservadora de Rusia

de Stefano Caprio

La contrarrevolución moral -como la llaman algunos medios de comunicación rusos- es el objetivo global y declarado de la guerra en Ucrania. Y es por ello que sacude los sensibles nervios de Occidente, mucho más que por la contigüidad geográfica entre los ejércitos de la OTAN y los de la Rusia neo-soviética.

Además de la guerra de las bombas y los misiles, y de la guerra económica de las sanciones y los nuevos bloques geopolíticos, se habla mucho de la guerra de la información y de la influencia de Rusia en la vida de las sociedades, y de las contiendas políticas de los occidentales. La caída de Johnson y Draghi, la debilidad de Scholz y Macron o del propio Biden son temas relacionados -de forma diversa- con las manipulaciones más o menos subterráneas de los especialistas del Kremlin. Y por éstas nos referimos tanto a los hackers sueltos en la red, como a los intermediarios sin escrúpulos financiados por fuentes ocultas o a los mercenarios de la empresa Wagner que desde Libia descargan en el mar lanchas y barcazas rebosantes de desesperados procedentes de África y Oriente Medio, destinados a reforzar las campañas electorales de los soberanistas europeos contrarios a la inmigración.

Por encima de cualquier estrategia bélica, económica o política, Rusia pretende difundir un mensaje en el mundo fracturado y moralmente contaminado del Occidente posmoderno.  Se trata de un mensaje religioso e ideológico salvador, en defensa de la Tradición,  bien sea la tradición cristiana pura de la ortodoxia, o la aún más agresiva de un islam uralista y caucásico desplegado en la yihad ucraniana. O, quizás, de otras confesiones menores de cuño europeo o asiático, o incluso de un indeterminado "sistema de valores morales superiores" en defensa de la Patria y de la Familia. Todo ello es evidente sin necesidad de teorías conspirativas ni de historias de espías propias del siglo XX. Mucho se les puede imputar a Putin y a su inspirador Kirill, salvo la ocultación de una prédica apocalíptica que atribuye a la Tercera Roma de Moscú -en una versión tan antigua como moderna- la tarea de imponer un giro conservador a la humanidad.

Al fin y al cabo, en Estados Unidos y en Europa existen desde hace años (sino décadas) varias fuerzas políticas y think-tanks culturales que pretenden defender los principios tradicionales. Religiosos y sociales, de izquierda y de derecha, en favor de las personas oprimidas por las élites que viven en los barrios céntricos privilegiados de las ciudades. Populistas, soberanistas, primitivos identitarios, neocon o teocon, a menudo sorprendentemente flamantes conversos a doctrinas largamente despreciadas, anti-vacunas y anti-todo, nostálgicos de regímenes de los que no hay sobrevivientes ni testigos. Sin lugar a dudas, los amigos de Putin no han salido de la nada, y en los últimos meses, desde territorios armenios y húngaros, bloquearon el suministro de armas a la pretenciosa Ucrania del títere Zelensky para salvar al santo patriarca de Moscú de las diabólicas sanciones.

Fue el propio Kirill quien sorprendió al mundo entero, al justificar la invasión de Ucrania a los pocos días de iniciarse, alegando que era necesaria para protegerse de la imposición de los "desfiles gay". Lo que parecía y era ciertamente una intervención provocadora e ingeniosa, hoy muestra su impresionante trasfondo ideológico en muchas latitudes.

La solemne promesa de evitar la propagación de la "locura de género" en las sociedades occidentales es una de las piedras angulares de los políticos tradicionalistas de todos los continentes. Tanto es así, que resulta difícil criticar las clásicas imposiciones sexistas de los países islámicos, que ya no ocupan los titulares.

Los europeos apoyan en gran número las tribunas de denuncia de las instituciones de Bruselas.  La rusofobia y la proclamación de los derechos individuales se combinan y conducen a la anulación de lo que es evidente para la biología. Y también, a la imposición de una visión "extintiva" de la sociedad occidental, basada en la renuncia a todas las tradiciones y creencias sobre la naturaleza y la persona humana, así como a sus raíces culturales y religiosas. Más allá de los despliegues tácticos relativos a las operaciones militares, se trata de las verdaderas tropas de Putin en Europa y en el mundo. Pero con estas tropas no hay necesidad de prometerles sueldos y entierros honrosos, como a los infantes de marina buriatos o chechenos enviados al matadero.

El 28 de julio, el presidente de la Duma de Moscú, Volodin, anunció que antes de otoño se aprobará una nueva ley que prohíbe toda forma de propaganda de "valores no tradicionales" entre los rusos de todas las edades. En este momento se debaten en el Parlamento distintas variantes del proyecto de ley, que el propio gobierno ruso pretende perfeccionar. Se está presentando un proyecto similar en el parlamento regional de Sebastopol, en Crimea, la península ucraniana anexionada por Rusia, que quiere convertirse en el principal modelo de sociedad "sin género", libre de las toxinas de un Occidente fóbico a lo tradicional. Justo cuando los acontecimientos de la guerra se acercan a una fase de agotamiento, al menos temporal, con la proclamación para septiembre de la plena liberación del Donbass de los ucro-nazis, se reanuda a todo trapo la campaña de invasión moral "defensiva" del mundo entero.

El vocero de Putin en la Unión Europea, el primer ministro húngaro Viktor Orban, se alegró de la caída de varios gobiernos a causa de la guerra económica con Rusia. En tanto, enviaba a Bruselas una resolución del parlamento de Budapest en la que se proponía que los países del viejo mundo se unieran para establecer el concepto de "raíces culturales y cristianas" como base de las políticas de integración de los Estados. En otras partes se exhiben variantes, como la "defensa de los valores liberales y cristianos". En este sentido, fue un estruendo la anulación del derecho al aborto (después de 49 años) en los Estados Unitos. Una medida que se decidió mientras los demócratas "extintivos" están en el poder.

El Patriarca Kirill ha precisado estos conceptos en varias ocasiones. Por ejemplo, el 21 de julio afirmó que "la fe está desapareciendo por doquier en el mundo cristiano. O bien se deforma hasta tal punto, que no quedará nada de ella". En estas observaciones subraya una vez más la misión indispensable del pueblo ruso para evitar rendirse definitivamente a las fuerzas del mal. Varias veces, a lo largo de las dos últimas décadas, el Patriarcado de Moscú, habiendo retomado su papel central en la vida del país, ha invitado al Papa de Roma y a todos los católicos a unirse en esta lucha, obteniendo respuestas no siempre convincentes, pero también adhesiones entusiastas en los sectores más tradicionalistas.

El Papa Francisco se hizo eco de las palabras del responsable de los ortodoxos rusos, al denunciar en Quebec "lo que, en la realidad de nuestro tiempo, amenaza la alegría de la fe y corre el riesgo de apagarla, socavando gravemente la experiencia cristiana". Uno piensa inmediatamente en la secularización, que desde hace tiempo ha transformado el estilo de vida de las mujeres y los hombres de hoy, dejando a Dios casi en un segundo plano". La tensión entre Roma y la Alemania católica en el actual proceso sinodal traza precisamente los términos de esta alternativa epocal; el propio Papa ha advertido a los obispos alemanes que no tensen demasiado la cuerda en cuanto a los derechos de las minorías antropológicas y la composición horizontal de la comunidad eclesial, pues el riesgo es caer nuevamente en un cisma de tipo luterano.

Las incertidumbres del Vaticano sobre la condena de la guerra rusa y el apoyo a la resistencia ucraniana se justifican no sólo por su natural apoyo al diálogo y al pacifismo como única vía para hacer deponer las armas a los contendientes. También está la necesidad de encontrar una respuesta adecuada al desafío epocal lanzado por la ortodoxia rusa. Se trata de definir la verdadera primacía universal de la Iglesia y del cristianismo en el mundo, que en esta versión no depende de las verdaderas o presuntas raíces apostólicas, del número y de las estadísticas de los fieles bautizados o practicantes -que también son muy aleatorias-, de las comprensiones ecuménicas, teológicas o humanitarias, por muy nobles y polvorientas que sean. Depende del consenso y de la capacidad de influencia social y política, del nuevo uso de la religión para definir los límites de los derechos y las instituciones, del apoyo ideológico a las visiones del mundo por venir.

La revancha conservadora, o la contrarrevolución moral, como la llaman algunos medios rusos, es el objetivo global y declarado de la guerra en Ucrania. Y es por ello que sacude los sensibles nervios de Occidente, mucho más que por la contigüidad geográfica entre los ejércitos de la OTAN y los de la Rusia neo-soviética. Al fin y al cabo, la guerra ya es un dato de hecho, al que “por tradición”, los seres humanos se adaptan con gran facilidad, tomando partido y entusiasmándose. Ya sea con las innovaciones tecnológicas del armamento, escandalizándose y conmoviéndose con las escenas trágicas que llenan los telediarios y convocando a generales y prelados para que comenten las dimensiones más complejas de los asaltos -de misiles y devociones.

Las sociedades occidentales están cansadas de la loca guerra de rusos y ucranianos, sobre todo en el sofocante calor de las vacaciones de verano, cuando la gente sólo busca el frescor de las cumbres (que, por cierto, se derrumban por los deshielos) o la brisa de las playas, suponiendo que puedan encontrar socorristas que las vigilen y rescaten a los incautos que chapotean en las olas. No sabemos a qué nos enfrentaremos después de las vacaciones, entre crisis energéticas y proclamas electorales, pero sí sabemos que los rusos están entre nosotros: no entre los espías de los servicios secretos, ni en los resorts y villas suntuosas, ahora abandonados y requisados. Están dentro de nosotros, en nuestros miedos y en nuestra indiferencia, en nuestra incapacidad de unirnos política, religiosa o incluso sólo humanamente, para no sucumbir hundiéndonos en una nueva Edad Media del espíritu.

No podemos dejar de encomendarnos al magisterio del Papa Francisco, cuando explica que "cuando observamos la cultura en la que estamos inmersos, sus lenguajes y sus símbolos, debemos tener cuidado de no quedar prisioneros del pesimismo y del resentimiento, dejándonos llevar por juicios negativos o por nostalgias inútiles".

 

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