La guerra del estilo de vida
El conflicto entre Rusia y Ucrania despierta en realidad dos fantasmas, dos identidades inacabadas, cuyo verdadero aporte a la vida de las personas será difícil de determinar durante mucho tiempo todavía.
La triunfal gira europea del presidente ucraniano Zelensky es una respuesta muy clara y contundente a las amenazas rusas, y no solo en materia militar de aviones y tanques. Tras personificar el espíritu nacional de un país que gracias a la guerra de Putin ha encontrado finalmente su propia identidad, el héroe de la resistencia de Kiev a la invasión quiso asumir una dimensión más amplia, continental e internacional, explicando que Slava Ukrainy, "Gloria a Ucrania" , el grito que lanzó en el Parlamento Europeo, significa también “viva Europa” y Occidente, viva su “estilo de vida”.
En esta expresión reside toda la confrontación con los tan pregonados "valores tradicionales", en defensa de los cuales la Rusia de Putin se sintió obligada a intervenir con la "operación militar especial". Ahora ha quedado más claro que lo de "especial" no se refiere tanto a la dimensión "militar" cuanto a la ideológica y "metafísica", por citar las palabras del patriarca Kirill, del cual, precisamente en estos días, acaban de hacerse públicas las pruebas de su servicio profesional a la KGB durante los años soviéticos. Sin duda no se trata de una noticia sensacional, dado que la sumisión de los jerarcas eclesiásticos a los órganos políticos, en la Rusia zarista y en la bolchevique, era un hecho inevitable y bien conocido; pero los documentos que se encontraron en Suiza -vaya a saber por qué recién ahora- hacen que resulte mucho más factible superponer el perfil del patriarca con el del presidente, poniendo en evidencia en qué consiste realmente el estilo de vida soviético.
Cuando Putin evoca los valores tradicionales, mezcla paradójicamente los principios del cristianismo ortodoxo con los del ateísmo socialista con un efecto decididamente desorientador, sin aclarar muy bien de qué está hablando. Y en el lado opuesto, el nacionalismo ucraniano constituye un conjunto de instancias que van desde el separatismo de los pueblos, las naciones y las regiones ex soviéticas hasta una identidad europea que nunca terminó realmente de afirmarse, salvo en las "operaciones especiales financieras" de la moneda común y las reglas de mercado. En realidad la guerra actual agita dos espectros, dos identidades inacabadas, cuyo verdadero aporte a la vida de las personas será difícil de determinar durante mucho tiempo todavía.
Es fácil simplificar todo esto como una contraposición entre Oriente y Occidente, tomando las orillas derecha e izquierda del río Dniéper de Ucrania como la frontera de los dos mundos. En este caso, como ocurría también en otras épocas, la división geográfica sin duda induce al engaño: reducir a los europeos a una colonia del mundo anglosajón es tan insensato como proyectar a los rusos sobre el telón de fondo de las grandes masas asiáticas, sean indias o chinas. Sería más lógico limitarse a celebrar la nueva división del mundo entre Washington y Beijing, considerando al resto del mundo como accesorio e insignificante; pero China y Estados Unidos no están (todavía) realmente en guerra, y la guerra rusa se dirige precisamente contra esta dimensión de insignificancia.
Rusia quiere tener peso en el mundo, recuperar su rol perdido de superpotencia, Ucrania quiere ocupar un lugar en Europa y encontrar una nueva definición de su identidad nacional en una comunidad de pueblos unidos sin suprimir las diferencias recíprocas. Ambos objetivos están lejos de alcanzarse, y no será el resultado final de la guerra en el Donbass lo que resuelva la cuestión. Entonces, ¿cuáles son las verdaderas dimensiones donde se produce este enfrentamiento?
Una de las grandes cuestiones en juego es la libertad, que los occidentales entienden como un "derecho individual" y los rusos como una "afirmación de la unión recíproca". Rusia rechaza la defensa de las minorías, ya sean étnicas o éticas, ideológicas o materialistas, y en esto conjuga el "comunismo" social con la "comunión" espiritual, la sobornost eslavófila: un pueblo es libre si no se deja desnaturalizar por elementos secundarios o “extraños”, los tan odiados “agentes extranjeros” que han constituido la principal definición de la política interna rusa de los últimos años, junto con la agresividad bélica hacia el exterior.
El valor tradicional de la unidad no permite la libertad de expresión, que ya no se refiere sólo a las palabras difundidas por los medios de información, sino más concretamente a la expresión del rostro y del cuerpo. La represión de Putin, en este sentido, es aún más radical y feroz que el “terror rojo” revolucionario o el estalinista, donde se execraban las “desviaciones ideológicas”. Hoy en Rusia es suficiente no sonreír durante los desfiles oficiales para ser considerado un traidor. En esto efectivamente Rusia se asemeja más al "estilo" asiático, como ocurre, por ejemplo, en la selección para poder asistir a los desfiles en las fiestas de Turkmenistán, donde lo que importa es la sonrisa y el porte, de lo contrario la persona queda descartada. Si hay algo que enfurece sobremanera a Putin es la sonrisa irónica y humillante de Navalny cuando habla de él, quien a su vez ya es incapaz de sonreír, en parte por las excesivas infiltraciones de botox en las mejillas y en parte por la necesaria inexpresividad de los dobles que a menudo lo reemplazan en público.
La respuesta occidental a la opresión totalitaria, con la exaltación de la libertad de pensamiento y de conciencia, hoy en realidad resulta mucho menos convincente que en los tiempos de la Guerra Fría. En aquel entonces se trataba de mantener por todos los medios posibles los canales de comunicación que pudieran escapar a las redes del “pensamiento único”; hoy es difícil contener la avalancha de comunicación digital que vacía de significado cualquier pensamiento. La polémica de los rusos, a menudo provocativamente limitada a la "propaganda LGBT", está dirigida contra la dimensión elusiva y fluida de todo el "estilo de vida" del mundo contemporáneo, tanto occidental como oriental. Ya no es suficiente enarbolar la bandera de los derechos y las libertades, cuando existe el riesgo de caer en el recíproco equívoco de la "no verdad" que sofoca cualquier contenido, no sólo de la moral o de la religión, sino incluso de la ciencia y de la cultura.
Aún menos comprensible es la dialéctica entre consumismo desenfrenado y decrecimiento feliz, que confunde los planos de confrontación entre los impulsos ecologistas y los sociales y asistenciales, y resulta especialmente grotesca en el contexto de la guerra mundial en curso. Rusia interpreta las sanciones occidentales como una virtuosa conversión a un estilo de vida más sobrio y autárquico, llevando a cabo una ridícula reconversión de su producción tecnológica, agrícola y terciaria que recuerda las condiciones falsamente comunitarias de la sociedad soviética, donde lo que más peso tenía era la corrupción y el privilegio. Aunque más no sea por la reproducción que hacen de los bienes de consumo ajenos, los chinos podrían ser maestros para el resto del mundo, y si éste es el camino futuro de la economía rusa, no habrá forma de escapar de la colonización de Beijing.
Nadie ha explotado más que los rusos los impulsos del turbo-capitalismo, produciendo una clase oligárquica que transforma los tesoros energéticos en excesos de lujo desenfrenado, como lo demuestran las "naves espaciales" confiscadas en los puertos europeos a los multimillonarios de Putin. El principio de esta forma de concebir la igualdad social se basa en la ayuda de los ricos a los pobres: cuanto más se afirma el oligarca, más se crea a su alrededor un grupo de beneficiarios y protegidos, a tal punto que se puede definir esta variante rusa de la sociedad como una especie de neofeudalismo. Y en esto hay realmente muy poca diferencia con el resto del mundo, porque la globalización ha aumentado espantosamente las desigualdades sociales en todos los países y en todos los continentes. Y ciertamente no habrá comunión en el decrecimiento, ni felicidad para compartir. Los rusos tendrán que adaptarse a la condición de marginación de los "países canallas" como Irán y Corea del Norte, comiendo y bebiendo el menú que les sirve el Kremlin, y los europeos disfrutarán de los pocos bienes a los que tendrán acceso con un poder adquisitivo cada vez más reducido, mirando de lejos a los riquísimos dueños de esas aplicaciones digitales con las que sólo queda entretenerse a la espera de un trabajo, o de una jubilación, cada vez más precaria y limitada.
Esta confrontación no será menos dramática sobre los temas del declive demográfico o la pulverización de las instituciones sociales, desde la familia hasta la escuela y la religión, o sobre las controversias sanitarias de las que los años del Covid han sido un siniestro presagio. Y si queremos quedarnos en temas más livianos, en estos días se intensifica cada vez más una competencia en torno al espectáculo y las canciones, como la del "festival de Zelensky". Los rusos soviéticos amaban con locura las canciones de San Remo y sus intérpretes, desde Celentano y los Ricchi e Poveri hasta Al Bano, quien dos años atrás todavía iba a cantar para el cumpleaños de Putin y ahora lo repudian cuando está por cumplir ochenta años.
Todos los rusos mayores de cincuenta años saben de memoria la letra de "Un italiano vero" de Toto Cutugno, y hoy buscarán consuelo en el "concierto de Putin", la exaltación del "verdadero ruso" organizada en el estadio Luzhniki de Moscú para el próximo 22 de febrero. Putin reemplazará la tradicional conferencia de prensa con un mensaje a la nación para celebrar el aniversario de la invasión de Ucrania y la superioridad de Rusia sobre San Remo. La última vez el presidente ruso se presentó en el estadio con una carísima chaqueta de fabricación occidental, glorificando el estilo de vida del nuevo mundo en construcción: la guerra de todos contra todos, y sobre todo contra sí mismos.
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