La cultura rusa, del subsuelo a la esperanza
En una de las novelas de Dostoievski de 1864, un funcionario imperial de baja estatura está sentado en el sótano de su casa, ofendido con el mundo entero y deseoso de venganza. En "La Guerra y la Paz" de Tolstoi -frente a la letanía bélica del sacerdote- Natacha rezaba a Dios “para que perdone a todos y a ella con ellos". Dos caras que nos hablan del inestimable valor de la cultura rusa -hoy, víctima de la difusión de la propaganda y la ideología- para entender realmente lo que está pasando en esta guerra.
Una de las consecuencias más dolorosas de la guerra en Ucrania, además de las tragedias y los numerosos muertos sobre el terreno, la destrucción y la ruina económica, es la noche de la cultura. Aparte de la "cultura" militar y geopolítica, que se asemeja a un eco lejano de la época de los imperios y las guerras mundiales, en el mundo actual hay cada vez menos espacio para la verdadera cultura. El arte y la música, la literatura y la poesía no sólo se desatienden -en favor de los debates sobre la diplomacia y las reconversiones energéticas-, sino que a menudo se les acusa de sectarismo e intolerancia y de exponer vulgaridades.
La crisis de la cultura en tiempos de guerra siempre ha sido un efecto de la contienda entre las partes, que necesita las armas de la propaganda y las máscaras de la ideología. Y hoy esto se disemina -a niveles sin precedentes- en el mar de la información global, en el que basta una insinuación o un titular erróneo para desatar una campaña mundial de condena o exaltación. En este mar, sobre todo, se está disolviendo uno de los patrimonios del espíritu de toda la humanidad: la cultura rusa.
El principal ataque viene de dentro, de la censura de Putin, que se remonta a los tiempos de Stalin, cuando una errata en las publicaciones era suficiente para condenar a redacciones enteras y a categorías de autores. Tras la Revolución de Octubre y la guerra civil entre blancos y rojos de 1918-1921, los bolcheviques decidieron deshacerse de toda la cultura rusa anterior de un solo golpe: hace exactamente cien años, a principios de abril de 1922, más de trescientos de los mayores intelectuales del país se embarcaron en la famosa "nave de los filósofos". Pensadores como Nikolai Berdjaev, Semen Frank, Nikolai Lossky, Lev Šestov, Sergei Bulgakov y muchos otros se vieron obligados a abandonar su país y comenzaron a difundir las extraordinarias visiones de la tradición rusa en el mundo occidental. Hoy en día, no hay ninguna nave que pueda poner a salvo una cultura que se estaba reconstituyendo lentamente tras casi un siglo de censura soviética. La nueva mordaza no sólo impide la expresión de los periodistas y escritores de hoy en día. También crea un vacío con respecto a los clásicos de la gran cultura, que son utilizados como banderas ideológicas en el ámbito interno, o denunciados como portadores de infección a nivel externo. A los bailarines y cantantes que suspenden las actuaciones programadas desde antes de la "operación militar especial" en Ucrania se los somete a una revisión ideológica. Pero no solo eso: incluso las interpretaciones y presentaciones académicas de las obras de Dostoievski y Tolstoi se convierten en un frente de guerra que obliga a la gente a tomar partido a favor o en contra de las novelas y los poemas.
Es que precisamente los clásicos rusos son imprescindibles hoy en día para entender las motivaciones y contradicciones de la política, la guerra y la religión, que los rusos siempre han vivido en la frontera entre la muerte y el renacimiento, los sueños universales y las reivindicaciones locales, las revisiones dogmáticas y las proclamas revolucionarias. Con solo releer a los dos representantes supremos del alma eslavófila, como Fiódor Dostoievski, y de la aspiración universal, como Lev Tolstói, vemos reproducidas en los territorios de Ucrania las amenazas de Los Demonios y las contradicciones entre La Guerra y la Paz, citando dos de las más grandes novelas de los maestros rusos.
La cultura rusa refleja precisamente esta tensión continua entre dos polos, como en el gran debate del siglo XIX entre eslavófilos y occidentalistas. No se trata solo de las particularidades de una cultura nacional, sino de una confrontación entre dos almas de toda Europa, teniendo en cuenta las numerosas influencias alemanas, francesas, italianas y otras en el prisma de la Rusia de ayer y de hoy.
El filósofo ruso Sergei Medvedev recordó recientemente el caso del escritor checo Milan Kundera: luego de la invasión rusa de Checoslovaquia en 1968, Kundera se quedó sin trabajo y le pidieron que escribiera un guión teatral de El idiota de Dostoievski. Reflexionó durante mucho tiempo y llegó a la conclusión de que "el mundo de Dostoievski y sus gestos irracionales, sus turbias profundidades y su agresividad emocional me dejaron asombrado". El escritor comparó estos sentimientos con una conversación que mantuvo en la calle con un oficial soviético. El militar explicaba la llegada de los tanques rusos, y trataba de aportar tranquilidad: "es porque los queremos, y queremos salvarlos de ustedes mismos", decía, exactamente lo que afirman hoy los dirigentes rusos con respecto a Ucrania.
La historia se repite, y para explicar la invasión rusa Medvédev se remonta justamente a Dostoievski: no a El idiota, sino a Memorias del subsuelo, un cuento escrito en 1864, justo antes de la redacción de las grandes obras maestras del escritor eslavófilo. Nabokov lo definió como "la quintaesencia del pensamiento de Dostoievski". Un funcionario imperial de baja estatura y carácter débil está sentado en el sótano de su casa, ofendido con el mundo entero y deseoso de venganza: es la profecía de Vladimir Putin, que vive en un búnker desde hace años y que ha estado tramando el deseo de mostrar al mundo entero cómo Rusia puede resarcirse de las humillaciones que ha sufrido.
El personaje del "neurótico del resentimiento" ha sido comentado por todos los grandes filósofos europeos modernos, desde Nietzsche y Scheler hasta Sartre y Camus: en un diálogo imaginario entre él mismo y el resto del mundo, el anónimo protagonista de El subsuelo recuerda sus traumas infantiles y familiares, la marginación y la falta de amigos, y también las ofensas de la vida adulta, con las peleas y riñas que le llevaron a la filosofía irracional de la voluntad individual contra todos.
El héroe de Dostoievski rechaza todos los planes de convivencia humana de la sociedad moderna, que ve encarnados en el "Palacio de Cristal" del Pabellón de Exposiciones de Hyde Park durante la Feria Mundial de 1851; sueña con llegar a destruirlo algún día. El Hombre del Subsuelo preparó el camino para las grandes figuras simbólicas de Dostoievski, desde Raskolnikov en Crimen y castigo hasta el Smerdyakov de Los hermanos Karamazov, o el terrorista de Los Demonios Petr Verkhovsky: hombres rechazados, "humillados y ofendidos" que buscan venganza, como el Putin de 2022. También él es oriundo de San Petersburgo -como los personajes de Dostoievski- creció en las calles, en una familia pobre, hizo carrera en los meandros de la burocracia soviética, y ahora se encuentra -según se rumorea- en un refugio antinuclear en los Urales.
Escuchemos la descripción de Dostoievski: «Soy un hombre enfermo.... Soy un hombre malo. Un hombre desagradable. Creo que padezco una enfermedad del hígado. De todos modos, nada entiendo de mi enfermedad y ni siquiera sé con certeza dónde me duele. No me trato y nunca me he tratado, aunque respeto la medicina y a los médicos».
El neurótico del Subsuelo no sabe cómo calmarse: "¿pero cómo puedo, por ejemplo, tranquilizarme? ¿Dónde están las primeras causas en las que apoyarme, dónde están los cimientos? ¿Dónde voy a conseguirlas? Recuerden: acabo de hablar de la venganza. (y probablemente ustedes no hayan reflexionado sobre ello). He dicho: el hombre se venga porque ve la justicia en ello. Así que ha encontrado la raíz, ha encontrado el fundamento, es decir, la justicia. De modo que está tranquilo en todas partes, y en consecuencia se venga tranquila y eficazmente. Está convencido de que está haciendo algo bueno y justo. Pero yo no veo que haya nada justo y tampoco encuentro ninguna virtud en ello. En consecuencia, si trato de vengarme, es por pura maldad. Pero miren a su alrededor: la sangre corre a raudales, y además de forma tan alegre, como si fuera champán».
El gran edificio de vidrio es el símbolo de la globalización actual: "Ustedes creen en el palacio de cristal eterno e indestructible, a tal punto que no se le puede sacar la lengua ni mostrar el puño a escondidas. Pues bien, tal vez me da miedo este edificio precisamente porque está hecho de cristal y es eternamente incorruptible, y porque no se le podrá sacar la lengua, ni siquiera a escondidas. Para satisfacer mis deseos, no tomaré un enorme edificio de apartamentos para inquilinos pobres, con un contrato por mil años y con el dentista Wagenheim en el cartel, por si acaso. Anulen mis deseos, anulen mis ideales, muéstrenme algo mejor y los seguiré. Puede que digan que ni siquiera merece la pena, pero en ese caso puedo responderles lo mismo. Estamos hablando en serio, y si no se dignan a prestarme atención, no me voy a poner a implorar. Tengo el subsuelo».
El otro gran profeta del alma rusa es Lev Tolstoi, quien escribió La Guerra y la Paz como resultado de la reflexión sobre los horrores de la Guerra de Crimea. Vivió la guerra siendo un joven oficial, en 1855, y sintió la ardiente humillación del asedio de Sebastopol por parte de todas las armadas de Europa, incluidas las del Reino de Saboya. En la novela, el escritor incluye momentos litúrgicos de la Iglesia Ortodoxa, a la que consideraba un instrumento de poder que negaba la esencia misma del cristianismo, otro tema de gran actualidad. Una de las protagonistas de la novela es la joven aristócrata Natacha Rostova, una niña de trece años enamorada de los héroes militares de la guerra rusa contra Napoleón. En un momento dado, la niña participa en una liturgia en la que se reza por el éxito de la guerra:
«"Señor Dios de los ejércitos, Dios de nuestra salvación", comenzó a decir el sacerdote con esa voz clara, sin énfasis y suave con la que sólo recitan los lectores eclesiásticos de habla eslava, y que tiene un efecto inefable en el corazón ruso. "¡Señor Dios de los ejércitos, Dios de nuestra salvación! Mira con clemencia y generosidad a tu humilde pueblo, y por tu bondad, escúchanos, ten piedad y misericordia de nosotros. El enemigo asola Tu tierra, quiere convertirla en un vasto desierto, y por eso se levanta contra nosotros; los hombres sin ley se han reunido para destruir Tu dominio, para arruinar Tu Jerusalén pura, Tu amada Rusia; quiere profanar Tus templos, derribar los altares y profanar nuestro santuario: ¿Hasta cuándo, oh Señor, hasta cuándo serán exaltados los pecadores? ¿Hasta cuándo van a ejercer su poder criminal? ¡Dios mío! Escucha nuestra súplica: fortalece con tu poder a nuestro autócrata, a nuestro gran soberano, al emperador Alejandro Pavlovič; recuerda su justicia y su mansedumbre, recompénsalo por su bondad, y consérvala también para nosotros, que somos Tu amado Israel".
La letanía de la guerra, similar a la del Patriarca Kirill en la actualidad, continúa en este tono durante mucho tiempo, y "en el estado de ánimo en que se encontraba Natacha, esta oración le causó una fuerte impresión. Escuchó cada una de las palabras sobre la victoria de Moisés sobre Amalec, de Gedeón sobre Madiam, de David sobre Goliat, sobre la destrucción de Jerusalén, y oró a Dios con esa dulzura, ese tierno anhelo que había colmado su corazón; pero no recordaba bien lo que había pedido a Dios en esa oración. Se unió con toda su alma a la invocación para pedir un espíritu justo, el fortalecimiento del corazón en la fe y la esperanza, y pedía para todos el afecto del amor.
Pero no podía rezar para que sus enemigos fueran destrozados bajo sus pies, cuando acababa de desear tener más de ellos, para poder amarlos y rezar por ellos. Por otro lado, tampoco podía dudar de la rectitud de la oración que acababa de recitar arrodillada. Sentía su propia alma impregnada de un temor devoto y tembloroso por el castigo que azota a los hombres a causa de sus pecados, y en particular por los suyos, y rogaba a Dios que los perdonara a todos, y a ella con ellos; y que les diera a todos, y a ella también, paz y serenidad en esta vida terrenal. Y le pareció que Dios escuchaba su oración».
El anhelo de piedad en el alma de Natacha, metáfora de una Rusia angustiada y dividida, llevó a Tolstoi a desarrollar toda una teoría de la no violencia, o de la no resistencia al mal, para no ceder a los instintos de destrucción mutua. El joven Gandhi leyó estas ideas en El reino de Dios está en ti, de Tolstoi, cuando estuvo en Sudáfrica en 1894. Más tarde escribiría: "En aquella época creía en la violencia, la lectura del libro me curó de mi escepticismo y me convirtió en un firme seguidor de la ahimsa", la filosofía religiosa que inspiró la liberación de la India del dominio británico. Gandhi estudió intensamente los libros de Tolstoi y le escribió cuatro veces, entre 1909 y 1910, y se definió como «su humilde seguidor». Quizá no conviene censurar la cultura rusa, pero sí releerla con más atención en estos días dramáticos.
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