Estados Unidos y Rusia en busca del paraíso perdido
Hacer que Rusia y Estados Unidos sean "grandes de nuevo", ya sea MAGA o Russkij Mir, no es más que regresar al sueño de un mundo donde existían dos grandes imperios a los que todos los demás países se sometían. No son las conquistas, sino las pérdidas sufridas, y volver a la cima del mundo sirve para superar el miedo a nuevas pérdidas.
El ideal que más acerca a Estados Unidos y Rusia, en estos meses de falsas negociaciones para buscar una paz que ninguno de los dos contendientes desea realmente, es la búsqueda del paraíso perdido, de una grandeza humillada, de un dominio que ha quedado en los archivos del siglo pasado. Hacer que Rusia y Estados Unidos sean "grandes de nuevo", MAGA o Russkij Mir, no es más que el sueño de regresar a un mundo donde había dos grandes imperios a los que todos los demás países se sometían, cada uno según su elección más o menos obligada de bando, dejando un espacio indefinido de "Tercer Mundo" sobre el que ambos apoyaban el talón.
La restauración de la potencia venida a menos es el principal leitmotiv de toda la política de Vladimir Putin en este cuarto de siglo, y el argumento fundamental de la propaganda bélica de la última década, hasta la tragicómica afirmación de que "si después todo el mundo es destruido, nosotros iremos al paraíso y todos los demás desaparecerán". Este es, de hecho, el verdadero objetivo de las negociaciones de la parte rusa, que desearía, como mínimo, la total desaparición del pueblo ucraniano, y posiblemente de buena parte de los europeos. No les interesan las conquistas, sino las pérdidas sufridas, y volver a la cima del mundo sirve para superar el miedo a nuevas pérdidas, a revelar la naturaleza ilusoria de su propia superioridad, la inconsistencia de su propia misión de afirmar valores morales completamente artificiales, el espejismo de un consenso popular construido sobre el terror y la indiferencia al mismo tiempo.
A mediados de enero de este año, en los días de la toma de posesión de Donald Trump, en el canal Rossija 24 mostraron un documental titulado "Los Estados Unidos que ellos perdieron", del periodista americanista Mikhail Taratuta, que parafraseaba la película de 1992 de Sergej Govorukhin, "La Rusia que nosotros perdimos", que se filmó inmediatamente después del colapso de la URSS para buscar una matriz sobre la cual construir una nueva Rusia independiente. El motivo dominante sigue siendo el mito del "paraíso perdido", con la nostalgia de un pasado del que no se sabe exactamente qué se debía salvar, si una supuesta prosperidad o un dominio colonial, que los rusos echaron a perder llevando a la ruina el sistema soviético, y los estadounidenses entrometiéndose en el destino de pueblos incomprensibles para ellos, hasta producir la reacción del extremismo islámico.
Govorukhin fue uno de los narradores más importantes de las guerras rusas en la época postsoviética, en Chechenia, Asia Central y hasta Yugoslavia, y murió de un infarto a los 51 años en 2011, después de haber sido también político y diputado en la Duma de Moscú, y haber fundado asociaciones para ayudar a los inválidos de guerra. Él soñaba con el renacimiento de una Rusia ideal, la de los príncipes y zares surgidos del yugo tártaro medieval, en vez del lúgubre imperio de los funcionarios soviéticos y también de las clases sociales forzadas de los emperadores occidentalistas, desde Pedro el Grande hasta Nicolás II. La "Rusia de los grandes zares" antes de las revoluciones, desde la francesa hasta la soviética, representaba en su opinión la "belleza divina del poder", ese sentido de pertenencia al reino celestial que los mensajeros del príncipe Vladimir de Kiev sintieron durante la liturgia imperial en Santa Sofía de Constantinopla, que empujó a la Rus' a sumergirse en las aguas del bautismo ortodoxo, porque "no sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra", como cuenta la antigua Crónica de Néstor.
Cuando narra las guerras que siguieron al colapso del imperio colonial soviético, el director soñaba con encontrar un nuevo "padre y monarca" según los principios más solemnes del zarismo, la tríada de "autocracia, ortodoxia y populismo", la narodnost que indica el reconocimiento por parte del pueblo de una unión profunda, la sobornost universal que los rusos quieren instaurar en todas las latitudes. Así, otro famoso director ruso, Nikita Mikhalkov, decidió en 1998 interpretar el papel principal del emperador Alejandro III, montado en un caballo blanco en la película "El barbero de Siberia", afirmando él también que "el poder debe mostrar al mundo entero su auténtico rostro maravilloso". Poco después de la proyección de esta imagen grandiosa, que tuvo un efecto notable en el alma de los rusos, fue elegido como "padre del pueblo" el burócrata soviético más sombrío y anónimo, el agente secreto Vladimir Putin, quizás precisamente para permitir que cada ruso se imaginara a sí mismo en el trono del zar.
La Duma Estatal reemplazó entonces al Comité Central, y puso a actores y directores en el lugar de obreros y campesinos, para darle una mano de pintura al poder de manera que exaltara la "belleza" en vez de la "lucha de clases", como en un empíreo de nuevos santos y ángeles del paraíso. En "El barbero de Siberia" se cuenta la historia de una joven estadounidense que da a luz a un espléndido niño hijo de un joven cadete ruso, que por esa razón es enviado al exilio en Siberia, y el mismo Mikhalkov explicaba esta escena como "la Rusia perdida que se convierte en una ocasión de renacimiento para los mismos Estados Unidos, que siempre ha envidiado la fuerza del espíritu ruso, pero son ellos los que nos perdieron", evocando el título de Govorukhin. Esta es la verdadera motivación "espiritual" de la guerra rusa en Ucrania, para atraer de nuevo el amor perdido del joven Estados Unidos hacia la belleza superior de Rusia, lo que se está verificando precisamente en este año de recomposición del orden mundial de Oriente y Occidente.
Mikhalkov había debutado como director en 1974, en plena época de Brezhnev, con la película Svoj sredi čužikh, "Uno de los nuestros en medio de extraños, extraño en medio de los suyos" - en la versión completa del título - que había sido definida como un "eastern", es decir, un western oriental que se inspiraba en los "spaghetti-western" de Sergio Leone con Clint Eastwood. Filmada entre Chechenia y Azerbaiyán, narraba la incautación del oro por parte de los soviéticos al final de la guerra civil después de la revolución de 1917, en la lucha entre chekistas, oficiales del Ejército Blanco y bandidos, con grandes tiroteos y conflictos masivos donde no se entiende de qué lado están los protagonistas. El tema de fondo era todavía de plena inspiración soviética, el de la "unión del partido con el pueblo", pero siempre para proponer un ideal de "fraternidad militante" capaz de crear el paraíso en la tierra, que después se perdió en los años de la perestroika y la desintegración del nuevo mundo de justicia y paz soviética.
El periodista Taratuta en los años noventa conducía un programa de televisión sobre Estados Unidos que narraba las maravillas de ese otro mundo que durante mucho tiempo había sido execrado como el "reino del mal". En el último documental, en cambio, se muestra cómo los propios estadounidenses "lo han perdido ellos solos" en la "revolución de la cultura woke" que alcanzó su punto culminante en los años de la presidencia de Joe Biden, en ese "régimen liberal" que protege a cualquier minoría y oprime a la mayoría arraigada en los valores auténticos, como "en la liberal San Francisco, una ciudad con el 15% de homosexuales" o en la "super-liberal Nueva York, que no hace más que protestar contra los policías que matan a un delincuente drogadicto de piel negra". Estados Unidos se ha vuelto "decadente, ignorante y transgénero", dando a entender que solo los rusos pueden salvarlo, como se ha demostrado con la operación de desnazificación de Ucrania; como si quisieran decir "enseguida llegamos también hasta ustedes!", saltándose por encima a la gris Europa, porque a los rusos les encanta reflejarse directamente en los estadounidenses.
Como afirma la psicóloga y publicista Kira Merkun en Radio Svoboda, la búsqueda del paraíso perdido es "un derivado de la ilusión infantil de la omnipotencia", cuando uno se siente fuerte y seguro junto a los padres, sobre todo a la sombra del padre. El paraíso es "una proyección del propio Yo ideal" sobre la realidad externa, ya sea Chechenia, Crimea, el Donbass, Ucrania, Europa o Estados Unidos. "Todo va bien si llegamos nosotros", piensan los rusos, que invaden el jardín del vecino saltando las vallas para robar las manzanas del árbol, y de esa manera "se crean las sectas totalitarias", afirma Merkun, en la ilusión de su propio mundo dominado por el padre omnipotente, que se revela así como un criminal absoluto, "el nazismo es la simulación del paraíso" que justifica toda guerra y todo exterminio.
Daría la impresión de que los rusos están frustrados no tanto o no sólo por la pérdida de la grandeza soviética, sino por la disolución de ese mundo estadounidense que tanto los había ilusionado después del comunismo, con la goma de mascar y los nuggets de pollo, y las películas porno siempre disponibles, y ahora "nos toca poner de nuevo en orden ese mundo degradado". Es la negación que revela el mayor nivel de la afirmación, ese "te odio" que significa "te amo con locura" por parte del huérfano abandonado por sus padres, y Rusia es el eterno huérfano de toda la historia de Occidente, abandonado a merced de las estepas siberianas y las encrucijadas caucásicas. La falta de un verdadero padre genera en los rusos un invencible sentimiento de culpa, una necesidad de redención y de regreso al paraíso perdido, un arquetipo universal vivido como exclusivo y apocalíptico: Rusia quiere ocupar el lugar de Dios, incluso a costa de destruir al hombre.
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