12/10/2017, 16.47
VATICANO - ITALIA
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El estupor del Evangelio renace con el fuego de la misión ad gentes

de Piero Gheddo

El Mensaje por la Jornada Misionera Mundial 2017 del Papa Francisco busca sacudirnos de la indiferencia. Los testimonios de los misioneros despiertan el entusiasmo en su tierra natal. Las palabras del Card. Martini. Las historias de Giovanni Mazzucconi (Papúa Nueva Guinea),  Sor Ida (India),  Clemente Vismara (Myanmar), Marcello Candia (Brasil) brindan frutos de compromiso y el deseo de imitarlos. 

Milán (AsiaNews) – He leído con alegría el Mensaje del Papa Francisco por la Jornada Misionera Mundial (JMM) que se celebra el domingo 22 de octubre. El título: “La misión en el corazón de la fe cristiana” es un toque de trompeta que nos sacude de nuestra indiferencia. El Papa Francisco afirma que “La Iglesia es misionera por naturaleza; si no lo fuera, ya no sería la Iglesia de Cristo, sino una asociación entre muchas otras, que muy pronto terminaría agotando su mismo objetivo y terminaría por desaparecer”. En el Mensaje, nuestro querido Papa explica bien y de un modo apasionado los contenidos del título y las responsabilidades que de ello derivan para todas las personas que creen en Cristo. Meditando y rezando, me ha venido a la mente lo que Jesús dice a los discípulos: “He venido a traer fuego sobre la tierra” (Lucas 12, 49). Es cierto, la Iglesia es misionera por naturaleza, pero ¿quién enciende, hoy, el Fuego del Pentecostés en medio de los dos millardos de personas (en Asia, pero también en África y en América Latina), que aún no han recibido el primer anuncio del nacimiento de Jesucristo, el Salvador del hombre y de los pueblos?  

Hoy comienza el Festival de la Misión en Brescia (12-15 octubre, www.festivaldellamissione.it ), en el cual los misioneros, las misioneras y los entes eclesiales de la Misión ad gentes quieren comunicar su experiencia, la de cómo se enciende el fuego de Pentecostés cuando se está en medio de personas que no son cristianas.  Su ejemplo también puede encender el Fuego en Italia. El 12 de diciembre de 1992, dirigiéndose a los misioneros del PIME dedicados a la comunicación social, el Card. Carlo M. Martini decía: «Nosotros querríamos que nuestra impronta misionera tuviese siempre la fuerza comunicativa del Evangelio, en el modo de tratar las noticias acerca de la difusión del Evangelio. El pueblo cristiano, al leer las revistas misioneras, debiera poder exclamar: “Qué bellos son los pies del mensajero de alegres anuncios, que anuncia la paz”… Ahora, yo les pido: devuelvan este estupor del Evangelio, denlo a nuestras comunidades, denlo no sólo a las tierras de la misión, sino también a nosotros. Sean como San Francisco Javier, que hizo de intermediario entre las Indias, las tierras lejanas, y las tierras de Europa, para que este estupor brinde calor al corazón de todos».

 

El mártir de Papúa

En 1852, dos años después de la fundación del “Seminario lombardo para las misiones extranjeras” (actualmente PIME), los primeros misioneros partieron rumbo a dos lejanas islas de Oceanía, Rook y Woodlark, que habían elegido (¡con el deseo de ir a “los pueblos más lejanos y abandonados”!) cuando bien podrían haber elegido otras misiones más cercanas que había propuesto Propaganda Fide.  El beato Giovanni Mazzucconi, martirizado en Woodlark en septiembre de 1855, antes de partir de Milán compone y lee “La protesta de un misionero que se dedica a Dios para la conversión de los infieles”: “Feliz aquel día en que me sea dado sufrir mucho por una causa tan santa y tan piadosa; pero más feliz será aquél en que sea hallado digno de derramar por ella mi sangre y hallar, en medio de tormentos, la muerte”.  Mazzucconi muere a los 29 años de edad. Pero, un siglo y medio después, el fuego de su amor apasionado por Cristo, que se difunde a raíz de su beatificación en 1984, (hay una estatua suya en la Catedral de Milán) y su biografía, continúan suscitando, en Papúa Nueva Guinea e incluso en Italia, numerosas vocaciones sacerdotales, religiosas y laicales.

 

Ida, la monja de los niños

En el año 2005 en la India, con el padre Carlo Torriani viajamos a Vegavaram y entrevisté a Sor Ida Moiana, nacida en 1914 en Cislago (Varese), quien partió hacia la India en 1948, con la primera expedición de las Misioneras de la Inmaculada (las religiosas del PIME). Sor Ida en ese momento tenía 91 años, pero mostraba un aspecto juvenil. La hallamos en el patio del hogar de los hijos de leprosos, ¡jugando a la ronda con los pequeños! En Vegavaram, ella se desempeñaba como  enfermera y era jefa de sala hacía treinta años. Narra su vida, marcada por los sacrificios, y dice: «Si una joven carece de voluntad para sacrificarse y no pide a Dios que le dé esta gracia, es mejor que ni siquiera ingrese donde estamos nosotras». Ella está contenta, a pesar del cansancio, de las incomodidades (dormir en el suelo, un calor que supera los 40 grados) y del intenso ritmo de trabajo.  Agrega: «Si pensamos en los demás, entonces las cosas van bien, pero si, en cambio, pensamos en nosotras, entonces la vida misionera ya no tiene ningún valor». Sor Ida ha recibido este ejemplo de los padres y hermanos del PIME: «Puedo decir que aquí, en la India, de verdad que he conocido santos». «Al principio, los leprosos me daban miedo, pero, rezando, se me pasó. Cuando estaba en la maternidad, no teníamos nada y si era preciso dar oxígeno a un niño que estaba cianótico, le hacía respiración boca a boca. Quién sabe cuántas enfermedades corrí el riesgo de contraer, pero el Señor siempre vino en mi ayuda».

 

El Padre Clemente, la ‘no-opción’ por los pobres

El 1983 viajé a Birmania (Myanmar) por 15 días. Pasé 5 días con el padre Clemente Vismara (1897-1988, de Agrate Brianza – Mi – beatificado en el 2011). Lo entrevisté largamente en varias oportunidades. En 1924, el prelado de Kengtung, Mons. Erminio Bonetta, lo lleva, en un viaje de seis días de caballo, a Monglin, una región montañosa y forestal habitada por tribales animistas y budistas. Permanece con él un mes y luego lo deja en una choza de paja y barro (si llovía, dormía con un paraguas abierto sobre la cama) y le dice: “Clemente, ¡desarróllate!”. Él se desarrolló, sí. Vivió seis años en aquella choza, iba a cazar almas y tigres, para dar de comer a los huérfanos.   Luego comenzó a construir y en Monglin creó una pequeña ciudad cristiana, con algunos miles de bautizados y las religiosas italianas de la Virgen Niña. Pero al principio, ¿qué hacía? Esto es lo que hacía: “Mí línea de conducta siempre fue esta: estar contento por todo y elogiar lo que ellos tenían, su comida, su idioma, las chozas, las costumbres, al menos aquellas que no eran contrarias a la ley de Dios. Y luego, hacer felices a quienes eran infelices. Hoy en día se habla de la «opción preferencial por los pobres» (yo también leo los periódicos y revistas que me llegan de Italia). Para mí, no fue una opción, porque no había elegido. Al principio, o tomas a los pobres o no tomas a nadie. Casi que jamás he convertido a gente importante y rica, sino que fueron los residuos del mundo pagano: despojos de humanos, huérfanos, enfermos, jorobados, lisiados, viudas, desdichados.  Mi preferencia siempre se volcó a los huérfanos. En estas montañas, por la guerrilla, la miseria, el hambre, las enfermedades, abundan los huérfanos. Pajarillos sin nido, a los cuales yo les ofrecía uno. Ellos son mi sol, mi esperanza, mi futuro. Que guarden un reconocimiento hacia mí, poco importa: si ellos están bien, yo también estoy bien”. Clemente había recibido un gran don de Dios, sus cartas y sus artículos poéticos, aventureros, alimentados por la llama del Fuego de Pentecostés, fueron y aún son leídos y devorados en Italia y traducidos en otros países, suscitando numerosas vocaciones misioneras. Cuando yo tenía 16 años, en septiembre de 1945, desde el seminario de Vercelli me vine al PIME de Milán. Por años había soñado con los artículos de Clemente publicados en la revista “Italia Misionera”.  

 

Marcello Candia y los leprosos

En 1966, en la Amazonia brasileña, estuve con el misionero más conocido y amado de Italia. Es Venerable y espero que pronto sea beato y santo: el Dr. Marcello Candia (1919-1983), un rico industrial dedicado a las obras de caridad, que luego de varios encuentros con Mons. Aristide Pirovano, fundador y prelado de la diócesis de Macapá, decide ir con él para fundar y financiar un gran hospital. Vende su empresa, y en 1965 parte hacia Macapá, llevando sobre su pecho el Crucifijo del misionero que parte.  En Milán, él era dueño de un inmenso y lujoso apartamento, donde empleaba a varias personas para el servicio doméstico.  En Macapá vivía en una pequeña habitación en un edificio en construcción, con las cajas, bolsos y baúles personales que había traído de Italia aún en el corredor, esperando ser ordenados.  En el patio se había improvisado un baño y la ducha, y sobre la tapia, había colocado un grifo con el cual llenar con agua una jarra, para lavarse y afeitarse la barba.  No había pan a diario, la carne era algo que se veía muy cada tanto, porque no había neveras, el queso (que él amaba comer) en Macapá no existía; la comida consistía básicamente en arroz (si es que había), mandioca hervida (con sabor a aserrín), pimiento y pescado del río-mar amazónico. Me daba lástima. Él me dijo: «Cuando siento nostalgia de mi casa en Milán, pienso en toda la miseria que veo a diario entre los leprosos y los pobres de Macapá y me repito a mí mismo: Quien mucho ha recibido, mucho ha de dar. Yo he recibido muchísimo, y estoy empezando a dar algo a estos pobres que me rodean, y debo dar todo ».

Marcelo, un enamorado de Jesucristo, veía en los pobres y leprosos la imagen de Cristo: se arrodillaba a su lado, los besaba, amaba estar con las personas más humildes. Me llevó a visitar a algunos enfermos de lepra del Macapá, que aún seguían viviendo en sus chozas (luego los llevaría al leprosario de Marituba). Allí había una viejecita que ya estaba desfigurada por la lepra, a quien su hija ayudaba, en una choza donde el hedor a carne podrida y pus quitaba el aliento. Luego de algunos minutos, tuve que salir afuera para tomar aire. Marcello se arrodilló junto al lecho de la señora anciana, le hablaba y rezaba con ella.

Cuando salió, le dije que admiraba ese gesto suyo, tan espontáneo y heroico. Me responde: «Mira, si con la ayuda de Dios, no me esforzase en ver a Jesús en todos los pobres que encuentro en mi camino, pronto volvería a Italia. Cuando rezo, pido siempre esta gracia. No es fácil vivir aquí, pero este es el camino que el Señor me ha señalado, y lo recorro con la alegría que me viene de Dios”.  

Una anécdota más. Todos los años, en el mes de diciembre, Marcello regresaba a Italia y vivía con los del PIME o en casa de sus hermanas o en lo de su hermano. El Padre Giacomo Girardi, el periodista Giorgio Torelli y yo le preparábamos encuentros en parroquias, en centros culturales así como entrevistas con periodistas, en la radio y en la televisión. Una vez lo llevé a la TV de RAI Uno. El periodista lo presenta y le dice: «Usted está enamorado de los pobres y de los leprosos, cuéntenos desde cuándo está en el leprosario de Marituba». «Disculpe», responde Marcello, «yo no estoy enamorado de los leprosos. Yo estoy enamorado de Jesucristo, que me ayuda a ver, en cada leproso y en cada pobre, a Jesús en la Cruz. Esto explica toda mi vida ».

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