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LINTERNAS ROJAS
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Beijing, trece años después

de Gianni Criveller

El director editorial de AsiaNews habla del viaje en el que regresó a la capital china, que debió abandonar forzosamente en 2011, cuando le cancelaron el visado en uno de los momentos de tensión entre China y la Santa Sede. La descripción de "una gran metrópolis moderna que, voluntariamente o no, comparte con muchas otras ciudades del mundo la incógnita de una generación que enfrenta grandes problemas para vivir. Una emergencia social y existencial que supera los límites de los sistemas políticos y las ideologías".

 

Milán (AsiaNews)- El pasado mes de junio regresé a Beijing para pasar unos días. Fue un viaje emocionante: era la primera vez que volvía después de que, en julio de 2011, me detuvieron en el aeropuerto de Beijing y me impidieron regresar a mi lugar de trabajo.

Hace unos meses, los amigos de Beijing me habían escrito: "¡Ya es hora de que vuelvas a visitarnos!". Tenía planeado un viaje a Macao y Hong Kong y pensé que era el momento apropiado. También había algo que lo facilitaba: una nueva disposición experimental permite ahora a los ciudadanos italianos (y otros países europeos) ingresar a China sin visa durante 15 días. Se trata, creo, de una decisión de las autoridades debido a las repercusiones económicas que ha tenido la significativa disminución del número de turistas, empresarios y visitantes extranjeros.

En Beijing hay cinco iglesias antiguas: sé quiénes las fundaron, las complejas circunstancias históricas, los protagonistas de una larga época misionera y las décadas en las que fueron cerradas y destinadas a otros usos. Visitarlas fue para mí una especie de peregrinación. Me hablaban de la fe y el testimonio de un pequeño pueblo que, ayer como hoy, en circunstancias siempre difíciles, conserva su fe con una conmovedora capacidad de resiliencia.

Las iglesias tienen un nombre sugestivo: iglesia del norte, del sur, del este y del oeste. La iglesia del norte hoy es la catedral y tiene hermosos vitrales nuevos. Sede de los jesuitas portugueses, posteriormente fue el cuartel general de la misión francesa. La iglesia del sur, que también fue la catedral en décadas pasadas, comenzó con Matteo Ricci en el lugar donde él vivía. La iglesia del este conservaba antiguamente obras de un artista de la corte favorito de tres emperadores, Giuseppe Castiglione, misionero jesuita. Se encuentra majestuosamente situada en Wangfujing, la peatonal que se ha convertido en la calle más glamurosa, comercial y turística de Beijing. La iglesia del oeste fue construida por el misionero lazarista y músico de la corte Teodorico Pedrini. Hay una quinta iglesia, dedicada a San Miguel, la más cercana a la plaza de Tiananmen, en la antigua zona de las embajadas extranjeras.

Las iglesias están restauradas y abiertas. Naturalmente las misas son en chino, pero hay numerosas celebraciones en varios idiomas del mundo, y a ellas acuden una multitud de fieles extranjeros. Vi una numerosa comunidad coreana que llenaba la iglesia del oeste. En todas las iglesias se celebra en inglés (y el domingo por la mañana también en latín). En la del norte también se celebra en italiano y español.

No tengo la impresión de que haya aumentado el número de fieles católicos chinos. Más bien al contrario. Como en otras metrópolis del mundo, las iglesias están más llenas de extranjeros que de residentes. Y me temo que la transmisión de la fe a las generaciones más jóvenes resulta bastante difícil, como ocurre en todas partes del mundo. Además, las normas de política religiosa impiden que los menores asistan a la iglesia, lo que amplifica el efecto.

El antiguo Beijing, el de los barrios con características casas pequeñas y bajas y calles estrechas llamadas hutongs, ya no existe. Hay algunas excepciones, dedicadas al turismo. Hoy Beijing es una ciudad muy moderna, con edificios, calles anchas y una red de metro muy extensa y que funciona perfectamente. El tráfico es muy denso: visité Beijing por primera vez en 1992; todavía estaba lleno de bicicletas, que en aquel momento era el principal medio de transporte. En un taxi, en pocos minutos se atravesaba la ciudad. Hoy ya no es así. En las últimas décadas han trasladado las fábricas lejos de las ciudades para mejorar la calidad del aire. Para la calefacción en invierno solo se puede utilizar electricidad o gas, y ya no se permite el carbón que contamina. Los resultados están allí: he visto el cielo azul, algo que no recuerdo haber visto en el pasado.

Muchas otras cosas han cambiado en estos 13 años: Beijing está altamente digitalizada. Para visitar la Plaza de Tiananmen hay que registrarse por internet; el dinero en efectivo ha desaparecido casi por completo, todo pasa por las aplicaciones del celular. Los pedidos en restaurantes y las compras, prácticamente en todas partes, también se realizan de forma digital. Estos procedimientos simplifican muchas cosas, sobre todo para aquellos que utilizan teléfonos móviles con familiaridad. La ciudad es segura; me dijeron que rara vez ocurren robos o hechos de violencia. La red de cámaras que cubre todo el territorio contribuye sin duda a obtener este resultado. Muchos admiten que la privacidad individual ciertamente no se puede invocar como una prioridad. A lo largo de su historia, China ha alternado etapas de apertura al mundo y sus innovaciones con etapas de exaltación de sus recursos nacionales y centralización del pensamiento. Creo que ahora estamos en esta última fase. Si uno no se aloja en un hotel, se debe registrar en la comisaría de policía más cercana. Al visitante extranjero se le hace sólo una pregunta: ¿tienes fe? Y a continuación: ¿vas a la iglesia? Me parece una pregunta bastante curiosa, ¡y que a los visitantes les resulta incluso extraña! Antes nunca se la hubieran hecho a un extranjero.

La crisis del Covid ha tenido un impacto importante en la vida de las personas, sobre todo de los más jóvenes. En Beijing y en China, como en muchas otras ciudades y países del mundo, los jóvenes son emocional, psicológica y estructuralmente frágiles. Dos amigos docentes me dijeron que, lamentablemente, el descontento, la ira interna, la hostilidad hacia el mundo, la depresión y el suicidio están muy extendidos entre los jóvenes en los primeros años de la universidad. Son los que han pasado la adolescencia encerrados por el Covid. Muchos de ellos saben que no encontrarán trabajo después de graduarse y afrontan sus años universitarios con profunda incertidumbre. Años atrás no era así: era difícil entrar a la universidad, pero después salían con una carrera asegurada. Ahora las autoridades recomiendan a los docentes que no sean demasiado estrictos con los estudiantes y que evalúen su rendimiento académico con mucha generosidad.

En resumen Beijing, una gran metrópoli moderna, lo quiera o no, comparte con muchas otras ciudades del mundo el esfuerzo de estos años difíciles y la incertidumbre de una generación que enfrenta grandes problemas para vivir. Me sorprendió comprobar que algunas emergencias sociales y existenciales no tienen fronteras e incluso van más allá de los sistemas políticos y sus ideologías. Los jóvenes chinos se parecen más a sus pares de todo el mundo que a sus compatriotas mayores.

Hay un dicho muy conocido de Confucio en el que pensé a menudo en esos días: "Si vienen amigos de lejos, ¿acaso no es una alegría?". Describe la emoción de reencontrarme con algunas personas de las que en julio de 2011 ni siquiera había podido despedirme y con las que luego me había resultado difícil mantener el contacto, porque temía estar bajo control después de lo que me había pasado. Volví a pensar en esa noche que pasé en el aeropuerto, aislado en una sala de espera y después de horas de estar despierto, con la visa cancelada, me hicieron subir al primer avión que iba a Hong Kong. Aunque siempre me trataron con amabilidad, fue una experiencia bastante traumática. En cualquier caso me estaban obligando a hacer cosas que no quería y me di cuenta muy bien de que eso anticipaba el final de un proyecto de vida al que había dedicado tantas energías y esperanzas.

Un proyecto cuya meta era Beijing. Diecinueve años después de llegar por primera vez a Taiwán (1991) y de haber vivido durante mucho tiempo en Hong Kong y Macao, en 2010 finalmente me instalé en Beijing. Sentía que estaba exactamente en el lugar donde debía estar. Incluso había calculado que Matteo Ricci, el misionero al que dediqué muchos años de estudio y que es un punto de referencia ideal en mi vida, había tardado los mismos años - 19 precisamente - para "ascender" a la capital del imperio (Macao 1582 – Beijig 1601). Pocas semanas antes había obtenido una visa de trabajo con validez de 13 meses y era director de investigaciones de un Centro de estudios de una universidad de la capital.

Fui expulsado como represalia: la Santa Sede había formalizado la excomunión de algunos obispos chinos que habían aceptado ser ordenados ilegítimamente. Las autoridades chinas no lo tomaron bien y a algunas personas, entre ellas yo, se les impidió volver a China. Tengo motivos para creer que me incluyeron en la lista por algunos artículos que había escrito años antes sobre política religiosa. Siguió para mí un período de amargura y de sensación de fracaso, que pude superar gracias a seis maravillosos meses sabáticos en Jerusalén. Cinco años después levantaron la prohibición, y en la primavera de 2016 me invitaron a hablar en un congreso dedicado a Ricci en la ciudad de Nanchang, la cuarta etapa de su ascenso a Beijing.

Los superiores del PIME me llamaron a Italia (primero a Monza y luego a Milán), y no pude volver a Beijing, la última etapa de Ricci, donde todavía se encuentra su tumba. Y a Beijing, si Dios quiere, como Ricci, me gustaría volver y quedarme.

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