Papa: Misioneros de la Misericordia, testigos de cómo Dios ama y perdona
“Somos llamados a ser expresión viva de la Iglesia que, como madre, acoge a todo aquél que se pone a su lado”. “Ser confesor según el corazón de Cristo equivale a cubrir al pecador con el manto de la misericordia, para que no se avergüence más y pueda recuperar la alegría de su dignidad filial”. “Se puede hacer tanto mal a un alma si ella no es acogida como lo haría un padre, como haría una madre Iglesia”.
Ciudad del Vaticano (AsiaNews) – “Ser Misionero de la Misericordia es una responsabilidad que les es encomendada, porque les pide ser en primera persona testigos de la cercanía de Dios y de su modo de amar”, y “ser expresión viva de la Iglesia que, como madre, acoge a todo aquel que se acerca a ella”, es “cubrir al pecador con el manto de la misericordia, para que no se avergüence más y pueda recuperar la alegría de su dignidad filial”. En la Vigilia del Miércoles de Ceniza, cuando el Papa dará “el mandato” a los Misioneros de la Misericordia, Francisco dio a 726 de los 1142 Misioneros, recibidos en el Vaticano, “algunas breves reflexiones, para que el mandato que han de recibir pueda ser desempeñado de manera coherente y como una ayuda concreta para las muchas personas que se acercarán a vosotros”
Reflexiones “personalizadas” por el recuerdo, improvisado, de la confesión que le cambió la vida, signada por alguna que otra broma, “y aquél que vaya al Ártico, que se abrigue bien” y por el regalo de una estola para cada uno de los presentes.
“Ser Misionero de la Misericordia –les dijo-es una responsabilidad que les es confiada, porque se les pide ser en primera persona testigos de la cercanía de Dios y de su modo de amar. No nuestro modo, que es siempre limitado y a veces contradictorio, sino su modo de amar y perdonar, que es justamente la misericordia”.
“Ante todo, deseo recordarles que en este ministerio son llamados a expresar la maternidad de la Iglesia. La Iglesia es Madre porque genera siempre nuevos hijos en la fe; la Iglesia es Madre porque alimenta la fe; y la Iglesia es Madre también porque dona el perdón de Dios, regenerando a una nueva vida, fruto de la conversión. No podemos correr el riesgo de que un penitente no perciba la presencia maternal de la Iglesia que lo acoge y lo ama. Si esta percepción viene a menos a causa de nuestra rigidez, sería un daño grave en primer lugar a la fe en sí, porque impediría al penitente verse formando parte del Cuerpo de Cristo. Por otro lado, limitaría mucho que se sintiera parte de una comunidad. En cambio, nosotros estamos llamados a ser expresión viva de la Iglesia que, como madre, acoge a quien sea que se acerque a ella, sabiendo que a través de ella se es incorporado a Cristo. Entrando en el confesionario, recordémonos siempre que es Cristo quien acoge, es Cristo el que escucha, es Cristo el que perdona, es Cristo el que dona paz. Nosotros somos sus ministros; y en primer lugar siempre necesitamos ser perdonados por Él. Por lo tanto, cualquiera sea el pecado que sea confesado o que la persona no sepa decirlo pero lo haga entender, cada misionero es llamado a recordar su propia experiencia de pecador y a ofrecerse humildemente como ‘canal’ de la misericordia de Dios. Y les confieso que para mí es una fuente de alegría el recuerdo de aquella confesión del 21 de septiembre de 1953 que me cambió la vida. No recuerdo lo que me dijo, recuerdo su sonrisa, su abrazo paternal”.
“Otro aspecto importante es el de saber mirar al deseo de perdón presente en el corazón del penitente. Es un deseo fruto de la gracia y de su acción en la vida de las personas, que permite sentir la nostalgia de Dios, de su amor y de su casa. No olvidemos que está justamente este deseo en el inicio de la conversión. El corazón se vuelve a Dios reconociendo el mal cometido, pero con la esperanza de obtener el perdón. Este deseo se refuerza cuando, en el corazón de uno, se decide cambiar de vida y no querer pecar más. Es el momento en el cual uno se confía a la misericordia de Dios, y se tiene plena confianza de ser comprendidos por Él, perdonados y sostenidos. Demos un gran lugar a este deseo de Dios y de su perdón; hagámoslo emerger como verdadera expresión de la gracia del Espíritu, que provoca la conversión del corazón. Y aquí recomiendo entender no sólo el lenguaje de las palabras, sino también en de los gestos, si alguien viene a ti, tal vez no logra decirlo, pero tú entiendes que lo dice así, con el gesto de venir, primera condición, y luego está arrepentido, segunda condición”.
“Quisiera, por último, recordar un elemento del cual no se habla mucho, pero que en cambio es determinante: la vergüenza. No es fácil ponerse delante de otro hombre, no obstante sabiendo que representa a Dios, y confesar el pecado propio. Se siente vergüenza, tanto por lo que se ha cometido, como por el hecho de tener que confesarlo a otro. La vergüenza es ida personal y que solicita de parte del confesor una actitud de respeto y aliento. Tantas veces la vergüenza hace mucho en el lenguaje del gesto. Ya desde las primeras páginas, la Biblia habla de la vergüenza. Luego del pecado de Adán y Eva, el autor sagrado anota enseguida: «Entonces se abrieron los ojos de ambos y conocieron que estaban desnudos; cosieron hojas de higuera y se hicieron unos delantales» (Gen 3,7). La primera reacción de esta vergüenza es esconderse de la presencia de Dios (Gen 3,8-10). Hay otro pasaje del Génesis que me conmueve, y es el relato de Noé Todos lo conocemos, pero raramente recordamos el episodio en el cual él se embriagó. Noé en la Biblia es considerado un hombre justo; y sin embargo, no está exento del pecado: el hecho de haberse embriagado nos hace comprender cuan débil era también él, al punto de rebajar su propia dignidad, hecho que la Escritura expresa con la imagen de la desnudez. Dos de sus hijos, sin embargo, toman un mantel y lo cubren para que retorne a la dignidad de padre. (cfr Gen 9,18-23)”.
“Este pasaje me hace decir cuán importante ha de ser nuestro rol en la confesión. Ante nosotros hay una persona ‘desnuda’ y también una persona que no sabe hablar, no sabe qué decir, con su debilidad y sus límites, con la vergüenza de ser un pecador. No olvidemos: ante nosotros no está el pecado, sino el pecador arrepentido, el pecador que “querría no ser así”. Una persona que siente el deseo de ser acogida y perdonada. Un pecador que promete no querer alejarse más de la casa del Padre y que, con las pocas fuerzas con que cuenta, quiere hacer de todo para vivir como hijo de Dios. Por ende, no estamos llamados a juzgar, con un sentido de superioridad, como si nosotros fuésemos inmunes al pecado; por el contrario, somos llamados a actuar como Sem y Jafet, los hijos de Noé, que tomaron un manto para poner a su propio padre al reparo de la vergüenza. Ser confesor según el corazón de Cristo equivale a cubrir al pecador con el manto de la misericordia, para que no se avergüence más y pueda recuperar la alegría de su dignidad filial”.
“No es, por lo tanto, con el garrote del juicio que lograremos llevar a la oveja perdida de vuelta al redil, sino con la santidad de vida que es principio de renovación y de reforma en la Iglesia. La santidad se alimenta de amor y sabe llevar sobre sí el peso de quien es más débil. Un misionero de la misericordia lleva sus espaldas al pecador, y lo consuela con la fuerza de la compasión”. “Se puede hacer tanto mal a un alma si no es acogida como lo haría un padre, como lo haría una madre Iglesia”.
“Los acompaño en esta aventura misionera, dándoles como ejemplos dos santos ministros del perdón de Dios, san Leopoldo y san Pío, junto a tantos otros sacerdotes que en su vida han testimoniado la misericordia de Dios. Ellos los ayudarán. Cuando sientan el peso de los pecados que les han sido confesados y la limitación de vuestra persona y de vuestras palabras, confíen en la fuerza de la misericordia que va al encuentro de todos como un amor que no conoce límites. Los asista la Madre de la Misericordia y los proteja en este servicio tan precioso”
08/04/2018 13:37
16/06/2017 13:54