Los 35 años del nuevo Bautismo de la Rus'
La fiesta nacional del Bautismo de la Rus' de Kiev, que se celebra el 28 de julio, se convierte en el resumen de todo el período postsoviético, que en siete lustros -desde la unidad universal de los pueblos y de las Iglesias- llega hoy hasta el borde de la tercera guerra mundial. Y regresa al año cero anhelando un tiempo de paz y de perdón, como se describe en el ritual de los jubileos del Antiguo Testamento.
El 28 de julio se celebró en Rusia la fiesta nacional del Bautismo de la Rus de Kiev, el mismo día que se conmemora al principal artífice del momento decisivo que dio comienzo a la historia de los pueblos de estas tierras, el gran príncipe Vladimir "igual a los apóstoles". Lo que debería haber sido una fecha de unidad entre todos los eslavos orientales, debido a la guerra en Ucrania, hoy se ha convertido en un símbolo de división y maldición recíproca, basado precisamente en una interpretación diferente de la herencia del cristianismo eslavo-bizantino.
El carácter solemne de esta conmemoración se debe a una iniciativa que ha caracterizado al patriarcado de Kirill (Gundyaev), quien siendo metropolitano alentó a su antecesor Aleksij (Ridiger) a dirigirse al entonces presidente Dmitrij Medvedev para presentarle las siguientes razones: “Teniendo en cuenta el trascendental significado del Bautismo para los pueblos de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, que ha marcado toda su trayectoria histórica, el Sínodo de nuestra Iglesia considera que el día de la memoria litúrgica de Vladimir el Bautista puede convertirse oficialmente en la fiesta nacional de nuestro Estado". Kirill se sintonizó con el jefe de gobierno, que en ese momento era Vladimir Putin, -en la "fase de transición" hacia su poder absoluto y eterno-, y desde 2009, siendo ya patriarca, viajó triunfalmente a Kiev todos los años para ratificar la sobornost, la unidad espiritual de todos los descendientes de la Rus'. Hasta 2014, cuando comenzó el conflicto entre Rusia y Ucrania. Desde entonces, el patriarca no ha podido volver a pisar la tierra de los "hermanos menores", y ahora recibe de ellos todas las maldiciones imaginables: "¿cómo puede un patriarca bendecir los misiles que destruyen una catedral que él mismo ha consagrado?", se preguntó el arzobispo mayor de los greco-católicos ucranianos, a quien sus fieles llaman el "patriarca de Kiev", cuando bombadearon el templo de la Transfiguración en Odessa.
Este año las celebraciones están ensombrecidas por una nube de terror y muerte, y más parece un "bautismo de sangre" que un baño purificador en el Dniéper al pie de las colinas de Kiev. Las celebraciones histórico-religiosas debieron ser reemplazadas por conmemoraciones simbólicas de una naturaleza completamente diferente: en vez de reunirse con los hermanos eslavos, los rusos participaron en esos mismos días en los pomposos desfiles en Corea del Norte para recordar los 70 años del triunfo del comunismo, y resultaba difícil distinguir al ministro de Defensa ruso, Sergej Shojgu, entre los generales coreanos de la corte de Kim Jong-un, entre otras cosas por los rasgos asiáticos de la etnia tuvino-mongola a la que pertenece. Por su parte, el presidente Putin tampoco recibió en San Petersburgo a bielorrusos y ucranianos, sino a los líderes africanos más leales a los rusos, y les prometió alimentarlos gratuitamente con el trigo ruso-ucraniano, que ya no se concederá a los que no aman a Rusia.
El patriarca Kirill tuvo que contentarse con bendecir la cumbre "Rusia-África", cometiendo además un curioso lapsus "freudiano". Al comenzar su discurso, se dirigió a Putin como "Su Excelencia Vladimir Vasilievich", confundiendo tanto el título (prevoskhoditelstvo, "excelencia", corresponde a los embajadores o líderes religiosos, no al presidente), como el patronímico, porque él es Vladimirovich "hijo de Vladimir”. Muchos han pensado que Kirill tenía en mente a otros monarcas, sobre todo a Iván IV Vasilievich, "el Terrible", o soñaba con encontrarse frente al mismo santo Vladimir de Kiev, en una confusión de épocas y continentes. En un primer momento, Putin apretó los dientes, pero luego comenzó a sonreír, sobre todo porque él mismo es conocido por equivocar los patronímicos, a veces casualmente pero a menudo a propósito para humillar a sus interlocutores y subordinados. Lo que nunca acierta es el nombre del ministro de defensa "ruso-coreano" Shojgu, Sergej Kuzhugetovich, difícil de recordar y fácil de ridiculizar, entre otras cosas para subrayar el papel servil del "gran amigo" y compañero de caza del presidente.
De todos modos Kirill pudo hacer alarde de la apertura de más de 200 parroquias ortodoxas rusas en 25 países africanos, a partir de diciembre de 2021 -después de lanzar el anatema contra el patriarcado griego de Alejandría, que se alineó con Constantinopla y reconoció la autocefalia ucraniana- "obligando" de esa manera a los rusos a hacerse cargo ellos solos de todos los "verdaderos cristianos" de África y del mundo entero. El patriarca afirmó que Moscú “nunca ha mirado a África como una tierra para colonizar, un sentimiento que no nos pertenece". Por el contrario, existe una "consonancia espiritual natural" entre rusos y africanos, ya que la mayoría de los países africanos "rechazan la legalización de los matrimonios entre personas homosexuales, la eutanasia y muchos otros pecados".
El Bautismo de Kiev, eslavo-bizantino, se transforma así en una nueva versión del cristianismo, ruso-africano-coreano, para defender los "valores tradicionales antioccidentales" y enaltecer el "comunismo sobornico-popular" de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur. Este es el resultado final del proceso de "renacimiento religioso", que comenzó con Gorbachov y las primeras grandes celebraciones del Milenio del bautismo de la Rus' en 1988. Al principio el régimen de la perestroika temía las aperturas a la religión, y la celebración debería haber quedado limitada dentro de los muros de la pequeña Catedral de la Epifanía en Elokhovo, la iglesia periférica de Moscú asignada entonces como sede patriarcal (la gran Catedral del Salvador fue reconstruida recién en 1997, para los 850 años de la ciudad de Moscú). La presión internacional, y sobre todo la personalidad arrolladora del Papa Juan Pablo II, llevaron a Gorbachov a superar las dudas y archivar la persecución religiosa, apropiándose incluso del eslogan del pontífice polaco de una “Europa sola espiritual desde el Atlántico hasta los Urales”.
A Karol Wojtyla le hubiera gustado visitar personalmente Moscú, pero su sueño no se haría realidad ni entonces ni después, y su sucesor argentino lo realizó sólo parcialmente, aunque en los sótanos del aeropuerto de La Habana. Sin embargo, a la gran Lavra de San Sergio -donde ahora volverá a reinar triunfante el ícono de la Trinidad de Rublev- llegó en 1988 una delegación de diez cardenales encabezada por el secretario de Estado Agostino Casaroli, la personificación de la ostpolitik vaticana que se convirtió en el abanderado del renacimiento, a quien acompañaron, entre otros, el arzobispo de Milán Carlo Maria Martini, y el de París Jean-Marie Lustiger. Al año siguiente Gorbachov viajó a Roma para encontrarse con Juan Pablo II en un abrazo que recordaba a los de Juan XXIII con Nikita Kruschev en la época del "deshielo" post-estalinista; se decidió restablecer las relaciones entre la Santa Sede y la Unión Soviética (que desapareció dos años después), y la Iglesia Católica también comenzó a participar en el renacimiento religioso de Rusia.
Han pasado treinta y cinco años desde el gran Milenio, y en estos siete lustros se condensan épocas y revoluciones políticas, religiosas y ahora también militares. La celebración de los 1035 años se convierte en un resumen de todo el período postsoviético, que desde la unidad universal de los pueblos y de las Iglesias llega hoy hasta el borde de una tercera guerra mundial que podría destruir a toda la humanidad.
Estos años se pueden subdividir rápidamente en períodos de cinco años, en siete "eras simbólicas" de sabor bíblico, que pasaron de las bendiciones a los conflictos y tragedias. Desde 1988 hasta 1993 produjo la transición del totalitarismo soviético al embrión posteriormente abortado de la Rusia democrática, en el cual la libertad religiosa más absoluta estuvo acompañada por un sentimiento de frustración del patriarcado ortodoxo, al que se miraba con condescendencia e incluso desprecio por su complicidad con la opresión del ateísmo de Estado. En 1993 comenzó la regresión de las reformas de Yeltsin, resistidas hasta el punto de tener que bombardear incluso el parlamento de Moscú, y la Iglesia ortodoxa saludó el renacimiento del partido comunista, que había sido suprimido con la cáida de la URSS. Fueron los comunistas los que hicieron aprobar la nueva ley sobre la libertad religiosa de 1997, que colocaba a la Ortodoxia por encima de todas las demás religiones (incluso del cristianismo), y el quinquenio terminó con el hundimiento de las pirámides especulativas y la crisis económica, lápida del liberalismo filo-occidental de Yeltsin.
Así comenzó el ascenso de Putin en 1998, quien de director del FSB (ex-KGB) pasó a ser primer ministro al año siguiente, y finalmente presidente en el 2000. Su elección coincidió con el Sínodo del Segundo Milenio de la Iglesia Ortodoxa, donde comenzó a tomar forma la ideología actual del "mundo ruso", con la "Doctrina Social" de Kirill sobre la soberanía ortodoxa antiglobalista. Esta fase llevó en 2003 a la restauración definitiva de la "Iglesia de Estado", con la expulsión de los misioneros extranjeros católicos y protestantes y el hielo con el papa polaco, al que se consideró culpable del sometimiento de la Ortodoxia a los centros de poder mundiales. No es casualidad que en los últimos años de su pontificado Juan Pablo II haya visitado Georgia, Armenia y Ucrania, presintiendo los trágicos acontecimientos futuros en base a su larga experiencia bajo el dominio soviético.
Entre 2003 y 2008 el "renacimiento religioso" se transformó en una "restauración de la grandeza de Rusia", al son de amenazas y amargas críticas contra la OTAN, los anglosajones, Europa y la "degradación de los valores morales", con tonos presidenciales aún más radicales que los patriarcales. El quinquenio 2008-2013 fue testigo del intento de organizar grandes eventos culturales, deportivos, religiosos y políticos, hasta los Juegos Olímpicos de Invierno en Sochi, cuando el sueño de Putin se hizo añicos con el levantamiento popular de los "nazis ucranianos" que dio comienzo al conflicto híbrido que después se convirtió en una guerra encarnizada. Desde 2013 hasta 2018 Putin sentó las bases de su nueva estatura como presidente-zar, consagrada a continuación en el último lustro por la "gran guerra" contra el mundo -culpable del "complot de la pandemia"- y la "ocupación de Ucrania", lo que inició la “guerra especial de liberación”.
Se puede decir que el Bautismo de Rusia vuelve al año cero, a la espera de un septenio benévolo de paz y perdón, como se describe en el ritual de los jubileos del Antiguo Testamento. La religión que ha renacido para justificar la guerra, como en los tiempos de Josué y David, espera la nueva venida de Cristo -después de la vergüenza de la destrucción de las catedrales y el exilio de los pueblos- y la convocatoria de algunos apóstoles del Evangelio, un anuncio más valioso que cualquier religión espuria.
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