Guerra de drones, zeta-realismo y el fin de la 'Tercera Roma'
La operación de Putin no ha cambiado el equilibrio territorial, pero toca el corazón del (antiguo) imperio. Los aviones teledirigidos se están convirtiendo en el factor decisivo en la guerra de los dos mundos. La barrera defensiva se ha derrumbado en la conciencia de los moscovitas y en el resto del país. Para Putin "todo va según los planes". La versión apocalíptica de la Ortodoxia: después de Rusia, nada.
La guerra entre Rusia y Ucrania adquiere tonos y dimensiones cada vez más amplios y contradictorios en el verano enloquecido de los incendios y los diluvios y los tornados que se alternan con inundaciones y sequías cada vez más extensas. El escenario apocalíptico del cambio climático se obstina en acentuar continuamente las culpas de los hombres, ya sea por las catástrofes provocadas por la negligencia, la indiferencia o la contaminación o, sobre todo, por la ruina de las ciudades bombardeadas y las vidas exterminadas sin ninguna razón valedera.
Lo que se había denominado "operación militar especial" ha resultado ser verdaderamente insólita y "especial" por su completa falta de sentido, trastornando al mundo por unos pocos kilómetros de territorio que ha sido disputado durante siglos y nunca estuvo realmente definido. Ni siquiera en los mapas geográficos, fuera del "triángulo mágico" de la sagrada península de Crimea, un puesto de avanzada en el Mar Negro entre los mundos de Asia y Europa. La primera fase, la del avance ruso hacia la capital, parecía un eco de las invasiones de Hitler que dieron comienzo a la Segunda Guerra Mundial; la guerra de posiciones que lleva más de un año recuerda en cambio las líneas fangosas del frente anterior, durante la Primera Guerra Mundial cuando ayeron los imperios.
El otoño pasado, tras la reconquista ucraniana de Jersón en el estuario del Dniéper, se ha vuelto a materializar la "cortina de hierro", convertida en un muro de agua con el derrumbe de la presa de Kajovka. No se detienen los bombardeos rusos contra las ciudades ucranianas, desde la capital Kiev hasta la occidental Leópolis y la más extraordinaria encrucijada de mundos y culturas que es Odessa, en el sur, de donde partieron los judíos ruso-polacos para reconstruir Israel después de la guerra y el Holocausto. Entre todas estas tragedias que evocan el pasado y obligan a reflexionar sobre los motivos recurrentes de las guerras, hay un elemento ultramoderno que nunca se había visto con tanta intensidad y frenesí, y que golpea las almas aún antes que los cuerpos: la guerra de drones.
Los vehículos aéreos no tripulados no son un invento reciente. Es más, pueden también recordar episodios del pasado, cuando los austríacos atacaron Venecia en 1849 con globos cargados de explosivos o los aviones "Target" controlados por radio en la Primera Guerra Mundial. Pero hoy los drones expresan más que muchas otras herramientas la "digitalización del alma" que caracteriza la vida de las sociedades contemporáneas, completamente dependientes de las computadoras y las comunicaciones a distancia, que no requieren la presencia física del ser humano. De formas y tamaños variables, desde el mosquito-espía hasta la estación espacial extraterrestre, los drones son lo más parecido que ha creado el hombre a lo que antes se llamaba "espíritus malignos". Objetos tenebrosos, desprovistos de todo sentimiento, que penetran en el corazón de las ciudades, de las casas, de las familias, destruyendo al hombre mismo para dar paso a un mundo de inteligencia artificial, anónimo y sin esperanza.
Por supuesto, existen drones para uso militar pero también civil e incluso humanitario, que pueden resolver muchos problemas relacionados con las distancias y las comunicaciones. Sin embargo, el terror del dron que escapa a todos los radares y se abate sobre las realidades humanas se está convirtiendo cada vez más en el factor decisivo de la guerra de los mundos. Tras los vuelos simbólicos sobre el Kremlin a principios de mayo, desafiando los desfiles imperiales en la Plaza Roja, el uso de los vehículos voladores autónomos se ha ampliado e intensificado como la expresión más clamorosa de la "contraofensiva" ucraniana, sumamente limitada en las reconquistas territoriales pero muy eficaz en la ocupación de otras dimensiones del espacio y de la mente.
Ahora los drones ya se fabrican en Ucrania en cantidades cada vez mayores, casi al nivel de los teléfonos inteligentes que contienen la vida de las personas. Ciertamente nunca serán suficientes para cubrir la inmensidad de Rusia, ni siquiera para atacar todos los barrios de Moscú, una ciudad muy extensa a pesar de la relativa densidad de habitantes, donde tradicionalmente se concentra toda la actividad de los rusos, procedente de los cuatro puntos cardenales. Si bien no pueden mover la línea del frente real, los malignos aparatos han permitido derribar la barrera defensiva en la conciencia de los moscovitas y de los rusos en general, para la gran mayoría de los cuales la SVO (operación especial) era el acrónimo de acontecimientos lejanos, donde “nuestros valientes soldados” (asiáticos y caucásicos) luchan contra los enemigos “ucro-nazis”, una suerte de serie de ciencia ficción para seguir con degradante apasionamiento a lo largo del tiempo.
Pero ahora el monstruo de la guerra ha mostrado su rostro aterrador en la misma capital, destruyendo los ventanales y las oficinas de los rascacielos de Moscow-City, orgullo de la recuperada grandeza económica de Rusia después de las humillaciones post soviéticas. Uno de los drones fue derribado y cayó precisamente en medio de la plaza futurista de Novaja Moskva. No destruyó nada, pero logró el verdadero propósito de toda la contraofensiva ucraniana: demostrar a los rusos que la guerra no es sólo "ucraniana", fronteriza o periférica, sino que llega hasta el corazón del imperio, de la vida de los pueblos y de los hombres. Con gran precisión, los drones de asalto golpean reiteradamente el ministerio de Economía, el ministerio de Informática y otras dependencias estatales de importancia estratégica, militar y para la programación tecno-comunicativa de toda la maquinaria social rusa.
Vladimir Putin finge ignorar estos golpes al corazón de los rusos, repitiendo que “todo va según lo planeado”, e incluso los canales de televisión tratan de no mostrar los daños provocados por los drones, que están a la vista de todos los ciudadanos de la capital. Y tal vez estos sean precisamente los planes, y ésa es la razón por la cual la guerra "especial" se presentó desde el principio como una "defensa contra la invasión occidental", no ya en las lejanas tierras del Donbass sino en el centro mismo de Rusia. Hasta ahora los ucranianos no han tocado San Petersburgo, evitando el estribillo "nazi" del sitio de Leningrado, pero el ataque a Moscú remite no sólo a la invasión alemana de la Segunda Guerra Mundial sino que también recuerda la furia de los tártaros, las agresiones de los polacos y los ejércitos de Napoleón, todas las tragedias de la historia rusa, siempre expuesta a la avanzada de los pueblos enemigos.
Si los ucranianos tratan de afirmarse a sí mismos, a su identidad nacional, poniéndose en pie de igualdad con el zar y su corte -que simplemente querrían engullirlos y borrarlos de la historia- los rusos se exaltan en la resistencia y en la defensa de una " tierra sagrada" que Dios les ha confiado para la salvación del mundo entero. En realidad los rusos no quieren conquistar Ucrania, como lo ha demostrado el curso de la guerra: llegaron hasta Kiev para volver a retroceder, sin agregar nada significativo a los territorios que ya controlaban desde hace años o desde hace siglos. Los rusos solo quieren "La Victoria", una personificación divina de su propia esencia, y las victorias históricas de Rusia siempre han sido solo defensivas, nunca de conquista propiamente dicha. La Victoria que pueden colocar junto a la "Trinidad" de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, otra imagen icónica que se utiliza para definir la operación teológica especial.
Con la guerra de Putin, Rusia ha demostrado que sabe levantarse de la vergüenza de haber quedado al margen de la historia, la política y la economía mundial. A su manera, ha obligado a todos los Estados del mundo a sentir miedo y respeto, tanto si son amigos como enemigos -factor que para los rusos tiene una importancia relativa-. Si perdemos a los de Occidente, buscaremos a los de Oriente. La mentalidad difundida en la gente común apoya sobre todo este aspecto psicológico y "espiritual": sin duda no queríamos la guerra, pero si el líder lo ha decidido así, debemos respaldarlo, e incluso el patriarca lo bendice. Y si ahora llegan a atacarnos dentro de nuestra propia casa, buscamos a los traidores de este “golpe por la espalda”. Espías de los ucranianos y de los americanos, traidores que desprestigian a las Fuerzas Armadas", generales que sólo buscan su propia gloria y su propio interés: todo esto hace que cerremos aún más las filas en torno al nuevo Stalin.
El hecho es que la Unión Soviética leninista-estalinista glorificaba la revolución, las guerras y las victorias en nombre de una ideología, de una imagen del futuro de la que hoy Rusia carece totalmente. La cobertura ideológica de la Victoria del russkij mir es la versión apocalíptica de la Ortodoxia que profetiza la Tercera Roma, porque “no habrá una cuarta”, y después de Rusia no hay nada, es el fin del mundo. La Rusia de Putin vive su victoria no en la conquista, sino tal vez y sobre todo en la derrota gloriosa, en el sacrificio salvífico en nombre de algo que nadie sabe definir realmente. El historiador y periodista Artem Efimov lo llama el "Zeta-realismo", una subcultura que remeda el Sozrealizm, la realidad redefinida por la ideología comunista; la letra Zeta, esvástica de la guerra rusa, es la última letra del alfabeto, a la que no puede seguir ningún futuro.
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