El país del resentimiento
Max Scheler afirmaba que la mejor demostración de la cultura rusa del resentimiento son los héroes "humillados y ofendidos" de Gogol, Dostoievski y Tolstoi. Hoy los rusos creen que han hecho su parte desde que terminó la Guerra Fría, mientras que "los otros" se han aprovechado de ello. Esta rabia ha estallado en Ucrania, mostrando al mundo entero lo poco que se ha comprendido a un pueblo no solo orgulloso de sus tradiciones sino capaz de desenmascarar las hipocresías y debilidades de los demás.
Han provocado un gran revuelo las recientes declaraciones del ex presidente ruso Dmitry Medvedev, quien confesó que odiaba a los occidentales porque son "bastardos y degenerados, que quieren la destrucción de Rusia... mientras yo viva, haré todo lo posible para hacerlos desaparecer". En realidad hace tiempo que en Rusia no se le da demasiada importancia a lo que dice Medvedev, quien lucha desde hace años con una fuerte adicción al alcohol, e incluso su frase sobre los "jinetes del Apocalipsis que se acercan" se reinterpreta como la aparición de los "jinetes del Alkoholiss".
Eso no evita, sin embargo el desconcierto por la transformación de una de las figuras políticas más moderadas del ventenio putiniano, que pone de manifiesto un profundo rencor hacia un Occidente indefinido. Por otra parte, Medvedev había sido objeto de burlas por las investigaciones de Naval'nyj, quien había revelado su pasión por el lujo desenfrenado muy al estilo "occidental". La denuncia contra él dio lugar a la campaña "Sneakers", debido a su costumbre de hacer jogging todos los días con un par nuevo de zapatillas caras, que compraba compulsivamente por Amazon a razón de unos veinte por mes. Los jóvenes rusos salieron a las calles coreando el eslógan "Él no es nuestro Dimon", diminutivo infantil que corresponde al "Vovan" atribuido al presidente Putin, su protector desde la época universitaria.
En los mismos días del alboroto de Medvedev, causó gran asompro la repentina decisión del patriarca de Moscú, Kirill, que sustituyó a su principal colaborador, el metropolita Hilarión, exiliándolo a la sede extranjera de Budapest y puso en su lugar a otro de sus fidelísimos, el joven metropolita Antonij. Estos movimientos bastante abruptos de Kirill respecto de otros miembros de la jerarquía tampoco sorprenden mucho a los rusos, ya que siempre han sido propios de su carácter impulsivo y su gestión autoritaria de la maquinaria eclesiástica. En este caso, sin embargo, vuelve a resonar el resentimiento hacia Occidente, que Hilarión trataba de suavizar con sus continuas iniciativas de diálogo y encuentros con altos representantes de las confesiones cristianas occidentales. Como su última visita, precisamente, al cardenal húngaro Peter Erdo, quien aparece con frecuencia entre los nombres de los papables en un futuro cónclave.
Hilarión había evitado a toda costa la polémica sobre el apoyo patriarcal a la guerra de Putin. Esta ha caracterizado en cambio el magisterio de Kirill en los últimos tres meses, con la insistente acusación de intromisión de los occidentales en la vida de los fieles ortodoxos en Ucrania y en la propia Rusia tratando de imponer una visión degenerada de la moral e incluso del cristianismo, que se sintetiza en el apoyo a las "marchas gay". En este contexto la expulsión de Hilarión parece ser una demostración más de la capacidad de los "verdaderos rusos" para defenderse de las invasiones de los enemigos de la fe.
Sin embargo el mismo Kirill, al igual que el ex presidente "apocalíptico", tiene un pasado de gran familiaridad con el mundo ecuménico fuera de Rusia, en particular con la Iglesia católica, hasta el punto de que él mismo ha sido quien se lo inculcó a su fiel servidor Hilarión, ahora sustituido por un prelado aún más fiel, Antonij. Y él también había instalado a Antonij, a los treinta años, como obispo ortodoxo en Roma y luego en París, elevándolo a la dignidad de metropolitano ruso para toda la Europa Occidental. El desconcierto es tal que algunos comentaristas creen que el traslado de Hilarión a un territorio de la Unión Europea, aunque sea tan pro-Putin como la Hungría de Viktor Orban, es en realidad una jugada astuta para contar con un mediador ruso autorizado entre Rusia y Occidente, porque nunca se sabe cómo acabará todo.
Más allá de las hipótesis e interpretaciones, la pregunta sigue siendo: ¿a qué se debe esta hostilidad tan arraigada de los rusos, por lo menos de los que hoy están en el poder, hacia un mitológico Occidente que ellos mismos han codiciado y elogiado durante tantos años? No se trata de una verdadera "diversidad oriental" o asiática de Rusia, incluso en el contexto de un renacimiento de la ideología euroasiática que describe a los rusos como descendientes de los escitas, el terror del mundo civilizado desde la época del Imperio Romano. Rusia no es China ni la India, ni siquiera Turquía, con sus civilizaciones y religiones milenarias que realmente las convierten en otro mundo respecto de Europa o América y que se afirman sin necesidad de gritar odio y resentimiento. Entre el Occidente "anglosajón" y la China "neoconfuciana" de Xi Jinping existe una competencia económica y geopolítica muy fuerte, que podría degenerar en un conflicto militar si Beijing decide reconquistar Taiwán, y los rusos ya están preparando sus armas para esa eventualidad, soñando con combatir a Occidente desde occidente. Pero Beijing actúa con más altura y reivindica también una superioridad moral y cultural sin necesidad de rebajarse a las histerias del odio ruso.
Muchos intelectuales han hablado de Rusia como el “país del resentimiento”, como el filósofo Mikhail Yampolskij, el politólogo Sergej Medvedev, el filólogo Mikhail Edelštein o el historiador Ivan Kurilla, todos ellos recordados por la excelente columna internacional Signal del sitio de información Meduza, fuertemente censurado dentro de Rusia. Según estos comentarios, Rusia es hoy presa de un profundo sentimiento de ofensa, que es precisamente el significado del ressentiment francés. Søren Kierkegaard lo definía como “el rencor de los mediocres contra aquellos que se atreven a elevarse por encima de las masas”, como el propio filósofo danés; para Friedrich Nietzsche era "el odio de los siervos hacia los amos", en su opinión inspirado por el mismo cristianismo. En todo caso, es un sentimiento de envidia y hostilidad contra el que está en posesión de algo que tú nunca podrás tener.
Otro filósofo alemán, Max Scheler, escribió en 1913 un texto sobre el resentimiento como emoción política, en el que consideraba que la desigualdad social genera inevitablemente la ira de las “clases inferiores” hacia las más elevadas. Cada tanto, este sentimiento debe ser satisfecho, afirma Scheler, por lo menos a nivel de discusiones políticas o campañas en la opinión pública, a fin de que los que están "arriba" concedan algo, aumentando los salarios de los trabajadores o evitando lucir siempre sus collares de diamantes. Si las grandes masas "de abajo" pierden la esperanza de poder conseguir algo, la envidia se convertirá en resentimiento y se corre el riesgo de que destruya todo. Para Scheler, la mejor demostración de la cultura rusa del resentimiento son los héroes "humillados y ofendidos" de Gogol, Dostoievski y Tolstoi.
Hoy el resentimiento realmente parece ser la característica principal de la Rusia de Putin y de Kirill. Uno de los argumentos más utilizados por el presidente ruso para justificar la "operación necesaria" en Ucrania es la ofensa por la expansión de la OTAN hacia el este: les habían prometido que nunca lo harían, y en cambio era un engaño, por lo tanto, una falta de respeto. Desde el famoso "discurso de Munich" de 2007, Putin ha acusado reiteradamente a Occidente de querer "enseñar democracia a los rusos", acusación que en los últimos tiempos ha evolucionado hacia la de "querer imponernos valores que son ajenos a nosotros".
Desde el punto de vista de Putin y sus jerarcas, el "primer mundo" no ha querido reconocer a Rusia como parte de sí mismo. Ningún presidente estadounidense soñaría con hablar sobre la importancia de la democracia, por ejemplo, a su par francés o alemán. "Ellos" se sienten "de los nuestros", mientras que "nosotros" somos extraños para ellos -según la percepción de los rusos- y seguimos siéndolo incluso después del final de la URSS. A eso se debe la definición hostil de "Occidente colectivo", o aún más despectiva de "los anglosaksy", que "han decidido abandonarnos". Es un sentimiento que une a representantes de la élite rusa y a vastos grupos sociales, incluyendo los miembros oficiales de la Ortodoxia, hostiles al ecumenismo que deja al margen a la Iglesia rusa y pone por encima al primado de Constantinopla, apoyado también por Occidente y con el cual Moscú ha cortado ya todos los lazos.
Los rusos creen que han cumplido su parte desde que terminó la Guerra Fría, mientras que "los otros" se han aprovechado de ello. Se recuerda el eslógan que se difundió en Rusia en los años 90, cuando todas las reformas se proponían para "vivir como viven en todos los estados civilizados" e incluso las renovaciones en las casas privadas se denominaban evroremont. En ese momento significaba bienestar material, consumismo capitalista, pero aún después de que Rusia había alcanzado el nivel "de los civilizados" seguía sintiéndose ofendida y humillada. Durante veinte años los presidentes rusos han participado en los encuentros del G8 sintiéndose huéspedes mal tolerados y de todos modos poco tenidos en cuenta.
Esta ira ha estallado en Ucrania, el lugar ideal para demostrar la capacidad de Rusia de responder a las ofensas, mostrando al mundo entero lo poco que se ha comprendido a un pueblo no solo orgulloso de sus tradiciones sino capaz de desenmascarar las hipocresías y debilidades de los demás. Por eso la "desnazificación" va de la mano con la denuncia de la "propaganda gay", título elegido para definir la inmoralidad de los enemigos. No es odio contra los ucranianos o contra los ortodoxos autocéfalos, ni siquiera contra los homosexuales: es el odio de Rusia contra el mundo entero. Ha llegado la hora de la gran revancha.
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