El ejército ruso, la culpa y la expiación
Entre las protestas y la fuga, la resignación parece imponerse en Rusia. Los rusos tienen miedo de perder a Putin, porque no saben qué les espera después. El Kirill gris y la profecía del teólogo ortodoxo Georgy Kočetkov: "Que cada uno de nosotros aprenda a vivir en Cristo, para no tener que avergonzarnos de nuestra fe y de nuestra vida... Debemos buscar el camino del servicio a Dios y al prójimo; aunque tengamos al frente a un enemigo, hay que aprender a amar a los enemigos".
Tras diez días de movilización se difunde en Rusia una sensación apocalíptica de autodestrucción, con sentimientos encontrados de pánico y resignación que convierten todo este año de guerra en un enorme abismo para la sociedad y las conciencias del que nadie sabe cómo se puede salir. Además de las interminables colas de fugitivos, cuyo número ya supera al de los soldados en el frente (se habla de más de 250 mil emigrantes), en muchas ciudades se han producido protestas espontáneas y desorganizadas, con más de mil cuarteles dañados por bombas Molotov y más de dos mil personas arrestadas por sedición y resistencia al reclutamiento.
Las manifestaciones más airadas y violentas ocurrieron en Daguestán, la república caucásica que se encuentra al sur de la Federación Rusa y la más afectada por las pérdidas de combatientes en Ucrania. Los policías no pudieron dispersar a la multitud en la plaza de Makhačkala ni siquiera con disparos al aire, y se espera más resistencia en la zona y en otras provincias periféricas del imperio que hasta ahora se habían sacrificado por todos. Sin embargo en la mayoría de las regiones no hubo grandes rebeldías y la gente se puso en fila agachando la cabeza, llevando quizás bolsas cargadas con botellas de vodka, la única verdadera arma de resistencia rusa a los golpes del destino.
Entre la protesta y la fuga parece predominar ahora la resignación, que siempre ha sido un rasgo distintivo del pueblo ruso, y particularmente evidente en estos meses de exaltación bélica que la gente ha acogido como una consecuencia fatal de sus propias culpas históricas y de su propia naturaleza irreductible a las normas universales. Las que se oponen son sobre todo las mujeres, privadas del apoyo de hijos y maridos, y que siempre han sido la "conciencia crítica" del pueblo ruso, mientras la población masculina no encuentra argumentos para escapar a la violencia del Estado. La limitada masa crítica de disidentes, como Navalnyi, hace tiempo que ha quedado reducida al silencio, encerrada en los lager o en el exilio; las protestas locales, por otra parte, son fáciles de controlar en las periferias del imperio según el principio siempre válido de "divide y vencerás", inevitable en un territorio tan vasto.
Una verdadera reacción negativa, dicen muchos analistas, solo puede ocurrir si se produce una derrota en el campo de batalla, cuando quede claro que la guerra no ha hecho realidad los sueños de grandeza del régimen y ha dejado al país en el aislamiento internacional y el estancamiento económico y social. El ejemplo clásico es el de febrero (en realidad el 8 de marzo) de 1917, la primera revolución de Petrogrado, cuando los pocos soldados que quedaban para defender las instituciones decidieron entregar el campo a las mujeres que protestaban por la falta de pan, abandonando al Zar a su suerte en el frente de la Primera Guerra Mundial con los ejércitos destinados a sucumbir ante los alemanes. Fue el fin del imperio zarista, aunque la incapacidad de encontrar una alternativa terminó entregando el país a los soviets de Lenin y Trotsky.
Por ahora la situación de Rusia no es tan grave a nivel económico, ya que las sanciones occidentales se harán sentir con el paso del tiempo con una carga progresiva. Pero todavía no falta pan ni vodka en las mesas rusas, aunque es probable que este se agote a fin de año. La grotesca proclamación de la "victoria" por la anexión de cuatro pequeñas regiones ucranianas, desde luego no es suficiente para confortar los espíritus desanimados, tratando fatigosamente de reproducir el entusiasmo por la recuperación de Crimea en 2014. Si la península de Sebastopol, un lugar clásico de veraneo, podía encender fáciles entusiasmos, los territorios del Don y sus alrededores no despiertan tanta satisfacción, y son muy pocos los rusos que pueden identificarlos en un mapa.
La sumisión de los rusos a Putin, además, se caracteriza por el anonimato de la clase dominante, una herencia muy soviética de la generación a la que pertenece el actual “pseudo-zar” del Kremlin. Putin no es un verdadero "hombre fuerte", no es un líder carismático y no tiende a la exaltación del culto a la personalidad a la manera de Stalin. Subió al trono (daría la impresión) hace cien años, ya nadie sabe si en democracia o en autocracia, y detenta la patente soviética de la única organización profesional que hay en el poder (la KGB); es un hombre mediocre a nivel cultural e incluso religioso, a pesar de las expresiones de lealtad a la Iglesia ortodoxa. El consenso del que goza no es hacia su persona, sino hacia el sistema con el cual él se identifica en sus tonos grises, y el tiempo y las debilidades físicas lo acercan cada vez más a personajes como Brežnev o Černenko, o a la torpeza de zares mediocres como Nicolás I o Alejandro III, antes que a Iván el Terrible o Lenin. La perpetuación de Putin en el gobierno es la garantía de la única verdadera cualidad del poder que interesa a la gente común: la estabilidad, la exclusión de conflictos internos, la certeza de continuidad que evita revueltas y golpes de Estado, la uniformidad del paisaje político, en analogía con el geográfico de las ilimitadas tierras rusas.
Los rusos tienen miedo de perder a Putin porque no saben qué pueden esperar después. Desde luego nada bueno, sabiendo de qué excesos es capaz el pueblo ruso en un sentido u otro. Los estadounidenses son infantiles, los europeos son decadentes, los asiáticos son traicioneros; los rusos somos buenos y amables, si nos dejan vivir en paz. Eso es lo que piensa la masa de la población. Tras la muerte de Stalin vino la convulsa etapa de las luchas internas en el Politburó, con el grupo de Molotov, Malenkov y Kaganovich que trataban de eliminar a Khruščev. Este ganó encerrando a todos en la cárcel o jubilándolos, y resistió diez años turbulentos, la "primavera khrusceviana", que después desembocó en el largo estancamiento de Brezhnev. Son los tiempos atmosféricos de la brevísima primavera y el larguísimo invierno que se reflejan en la sociedad y en el alma rusa: es inútil buscar el cambio, sólo nos revolcamos en el barro del deshielo.
El aspecto religioso de estos sentimientos de pasividad y escepticismo también está bien representado por los tonos grises de las jerarquías eclesiásticas. Empezando por el patriarca Kirill, un hombre que también hace mucho que está en el poder y sin duda no es un ejemplo de santidad reconocida por la devoción popular. A pesar de ser una figura mucho más consolidada y popular que Putin, con cierta capacidad para educar a las multitudes en los grandes valores de la religión, Kirill forma parte de una élite lejana y anónima, a diferencia de los starets que acogen a los fieles en busca de iluminación al final de las peregrinaciones a los grandes monasterios. La retórica de las "cruzadas" no se basa realmente en convicciones de fe, en la necesidad de redimir al mundo de la inmoralidad y la degradación secular. Lo que en realidad prevalece es el sentimiento de culpa y la necesidad de la propia redención.
Uno de los sacerdotes "alternativos" ya desde los tiempos de la disidencia religiosa antisoviética, el teólogo Georgy Kočetkov, de 72 años, habló en una festividad religiosa de 2019 invitando a todos los rusos al arrepentimiento: "No somos verdaderamente conscientes de nuestras faltas , de nuestra duplicidad y pereza, del orgullo y el rencor, de la falta de lucidez que muchas veces se convierte en embriaguez, de nuestra esperanza en la nada... ninguno de nosotros niega que las consecuencias del totalitarismo son terribles, pero nos resulta fácil dar la espalda al pasado y no ver las faltas del presente". La respuesta del padre Georgij es contundente: “Nosotros hemos elegido todo esto, hemos dejado que ocurriera, y ha llegado el momento de arrepentirnos”.
Entre las faltas por las cuales hay que pedir perdón, Kočetkov recuerda el inveterado racismo y antisemitismo, que "ve por todas partes la conspiración judeo-masónica contra nosotros", y la presunción de la superioridad del pueblo ruso sobre todos los demás, "englobando a ucranianos y bielorrusos, a los que no se les concede la dignidad de ser pueblos autónomos, y apropiándonos de lo que queremos referir al mundo ruso en cualquier otra nación”. El sacerdote considera que en todo esto prevalece una inveterada "herencia soviética" que contamina cualquier otra expresión de la conciencia nacional, y que ya es hora de buscar "una tercera vía", un redescubrimiento de la fe en Cristo y no en la grandeza de Santa Rusia: "que cada uno de nosotros aprenda a vivir en Cristo, para no avergonzarnos de nuestra fe y de nuestra vida... cuando cunde el pánico tratamos de escondernos detrás de la estufa, pero ese no es un comportamiento cristiano. Debemos buscar el camino del servicio a Dios y al prójimo; aunque tengamos al frente a un enemigo, hay que aprender a amar a los enemigos".
Como sigue diciendo el padre Georgij en su blog, "los rusos son todos aquellos que aman la belleza de Rusia y están dispuestos a compartir la responsabilidad de nuestra historia, de nuestro presente y nuestro futuro, del mundo entero... los verdaderos rusos son aquellos que ven en su prójimo a un hombre ruso al que amar, al que ayudar a caminar juntos por los caminos de la vida”.
La movilización de Putin se basa en el supuesto de que "a nuestro alrededor solo hay enemigos que quieren destruir nuestro país". Esta podría ser una oportunidad para vivir el camino de la conversión que propone el padre Kočetkov: a nuestro alrededor sólo hay enemigos a los que amar, con los cuales construir juntos otro futuro.
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