El ‘No’ de Kirill y lo que queda del diálogo
En la decisión de no tener el encuentro en Kazajistán también pesó el temor de que algunas voces del mundo ortodoxo de Nursultán pudieran formular acusaciones de "filetismo" contra el patriarca. Sin embargo, la cultura y la tradición rusas son un patrimonio universal de toda la cristiandad. Y cuando se silencien las bombas para reconstruir (algo que esperamos suceda lo antes posible), el abrazo entre Francisco y Kirill será más necesario que nunca.
De modo que no habrá un segundo encuentro histórico entre el Papa Francisco y el Patriarca Kirill de Moscú. Se aplazó varias veces, en este año de guerra y "de locura", como sigue repitiendo el pontífice. Los dos líderes debían reunirse en Nursultán, la capital del país "neutral", Kazajistán, en el marco del Congreso Mundial de Religiones los días 14 y 15 de septiembre. Sin embargo, Moscú comunicó que Kirill no participará en la asamblea ecuménica, contradiciendo lo anunciado en un principio.
Lo cierto es que la reunión podría haber quedado como algo meramente formal, permaneciendo sentados junto a los demás representantes de las religiones, sin ocupar toda la escena con un coloquio cara a cara. Y es precisamente este aspecto el que resultó inapropiado para los ortodoxos rusos, que justificaron su renuncia a participar en el encuentro con el argumento de que un nuevo abrazo, tras el de Cuba en 2016, "necesita de una preparación muy detallada", y no puede reducirse a un apretón de manos y una foto grupal. El motivo trae a la memoria la reticencia patriarcal de los primeros años de la década del 2000, cuando el diálogo entre Moscú y Roma prácticamente se había interrumpido.
En aquel entonces también se hablaba de los "preparativos por completar" y "problemas por resolver", refiriéndose obsesivamente a las acusaciones de proselitismo católico en el territorio de Rusia y de uniatismo greco-católico en el suelo ucraniano. El patriarcado consideraba que ello era un obstáculo para las relaciones con la Santa Sede. Los últimos años del pontificado de Juan Pablo II, y todos los de Benedicto XVI, coincidieron con la restauración de la ortodoxia como "religión de Estado" bajo el nuevo régimen de Putin. En 2002, varios misioneros fueron expulsados de Rusia, en represalia por el establecimiento formal de cuatro diócesis católicas rusas. El hecho marcó la congelación de las relaciones durante mucho tiempo.
La cuestión del proselitismo se fue resolviendo poco a poco, tras la expulsión de los obispos y sacerdotes católicos más activos; solo los más prudentes y "diplomáticos" permanecieron en Rusia. Las actividades de los católicos se sometieron al escrutinio de una comisión mixta católico-ortodoxa, una idea que Kirill había propuesto durante su desempeño como metropolitano "de asuntos exteriores" a principios de los años 90, pero que el Vaticano no había acogido en ese momento. En Rusia, las estructuras católicas han permanecido igual que durante el periodo de Yeltsin; es más, varias de ellas han sido clausuradas o redujeron su actividad al mínimo. Las obras educativas y académicas han sido desmanteladas casi por completo: de hecho, sólo hay una escuela católica privada dirigida por los jesuitas en la lejana Tomsk siberiana. Especialmente en Moscú y San Petersburgo los católicos permanecen confinados entre los muros de los edificios parroquiales. Como mucho, caminan algunas cuadras durante la procesión de Corpus Christi.
La leal disposición de los católicos de Rusia hacia la Iglesia ortodoxa y las estructuras estatales ha calmado la situación dentro del país, donde no hay tensiones a nivel local. Incluso suele haber un ambiente de cercanía fraternal, cuando no de franca cooperación. Las parroquias latinas son frecuentadas por fieles de origen polaco, alemán y lituano, pero también por muchos extranjeros. A ellas asisten, por ejemplo, los africanos y sudamericanos que viven en Rusia por estudios y trabajo (una herencia de la época soviética). También los católicos armenios que huyeron de las guerras del Cáucaso de los años 90 (son esa parte de la población armenia de las montañas que había abrazado el catolicismo bajo la protección de los franceses y austriacos en la época del genocidio de principios del siglo XX, los llamados "armenios francos", muy activos en la vida del catolicismo ruso). En treinta años, sin embargo, la conciencia de la comunidad católica rusa ha crecido y ha madurado su fe, dejando en segundo plano las connotaciones étnicas que justificaban su presencia histórica en el país.
Todavía hay casos de católicos activos en el ámbito social y político, o en el mundo de la cultura y la información, pero no existe ninguna fricción particular con la mayoría nacional-ortodoxa que apoya el sistema de Putin. En los últimos días, un diputado municipal católico de los suburbios de Moscú, el liberal Konstantin Jankauskas, fue multado por difundir en Facebook la oración mariana del Papa Francisco por la paz en Ucrania, considerada un "descrédito de las fuerzas armadas". Simultáneamente, un diputado católico de la Duma de Estado, Anatolij Vybornyj, -mucho más influyente y que suele asistir regularmente a misa llegando a toda pompa en su auto oficial- exhibió, incluso en la catedral, sus carteles electorales. Mostraban la Z putiniana y una leyenda que elogiaba al partido Rusia Unida, "convertido en un gran imán que atrae a las personas cuya intención es ayudar a la patria rusa".
Muy distinta es la situación de los "uniatos", a quienes el Patriarcado de Moscú ve como sus principales enemigos en el "territorio canónico" ortodoxo. A los ojos patriarcales, ellos son los inspiradores de la revolución del Maidán en Kiev en 2014 y de la ideología "neonazi" ucraniana, que considera enlazada con el colaboracionista Stepan Bandera de la época de Hitler -pese a que en realidad era greco-católico. La Santa Sede ha mantenido una actitud prudente hacia ellos, dejando claro que no apoya los excesos anti-rusos de una Iglesia que, sin embargo, es autónoma en su propia administración, como es el caso de las Iglesias católicas de rito oriental. Por otro lado, el Santo Padre se ha mostrado plenamente solidario con todas las víctimas en estos seis meses de guerra, haciendo sentir su cercanía a los católicos griegos en varias ocasiones. Ante todo, al arzobispo mayor Sviatoslav Shevchuk, a quien el Papa conoce desde su época en Argentina y que mantiene un contacto diario con los organismos de la Santa Sede.
Más allá de las relaciones con los católicos y con el Papa, el problema del Patriarca es su aislamiento, cada vez más total, incluso en el mundo ortodoxo, después de haber roto completamente las relaciones con el Patriarca de Constantinopla a raíz de la autocefalia ucraniana. Y sobre todo, después de haber escandalizado al mundo entero con su apoyo explícito y "metafísico" a la guerra de Putin. Muchos teólogos ortodoxos de diversas partes del mundo acusan al Patriarcado de Moscú de herejía "filetista”, como se denomina al nacionalismo religioso, que en este caso se proyecta, incluso adquiriendo dimensiones imperiales.
Desde la Iglesia autocéfala de Kiev, junto con muchos obispos y sacerdotes, el metropolita Epifanyj pide una y otra vez al Patriarcado Ecuménico que someta a Kirill a un juicio canónico para privarlo de la sede patriarcal. Pero está claro que el jefe de los ortodoxos rusos no tiene ninguna intención de exponerse en contextos en los que alguien pueda hacer acusaciones y reclamaciones contra él, algo que bien podría ocurrir en Nursultán. Al fin y al cabo, el presidente kazajo Tokaev no vaciló en señalar los objetivos expansionistas del propio Putin, que también querría anexionarse Kazajistán, en una situación paralela a la de Ucrania, pero al este.
Tras la reunión de La Habana, católicos y ortodoxos rusos acordaron reanudar la colaboración activa en los ámbitos humanitario y cultural, sin detenerse en diatribas doctrinales e históricas, que forman parte del pasado. Ahora vuelven a prevalecer la desconfianza y el resentimiento, pero es de esperar que la puerta del diálogo no se cierre del todo: la cultura y la tradición ortodoxas rusas son un patrimonio universal de toda la Cristiandad, y no se puede dejar estos tesoros a merced de los objetivos de los poderosos. Si los rusos también enrolan a la Trinidad de Rublev en el regimiento de luchadores contra Occidente y el mundo entero, esto no significa que el icono sagrado pierda su carácter de símbolo de fe para todos los pueblos.
Y sobre todo, será la cooperación humanitaria la verdadera dimensión de las relaciones entre los cristianos de todas las confesiones, y todos los hombres de buena voluntad, cuando las bombas y los misiles callen -esperemos, lo antes posible- y haya que reconstruir casas, plazas y almas. Entonces será necesario un nuevo abrazo entre Francisco y Kirill, y ya no en lugares neutrales y distantes, sino en el corazón de la tierra martirizada de Kiev, en el pacificado Kremlin de Moscú, o bendecido bajo la cúpula de San Pedro.
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