29/06/2018, 11.53
VATICANO
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Papa: Gloria y cruz, en Jesucristo, van de la mano, y no se pueden separar

Con ocasión de la solemnidad de los apóstoles Pedro y Pablo, el Papa Francisco bendice los palios para los arzobispos metropolitanos nombrados a lo largo del año (entre los cuales figuran tres asiáticos). La oración en la tumba de Pedro, con el delegado del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla. “Hemos sido resucitados, curados, reformados, esperanzados por la unción del Santo”. “Como Pedro”, estaremos siempre “tentados por esos “secreteos” del maligno” que son “piedra de tropiezo para la misión”. No  a los “triunfalismos vacíos”. “Sigue latiendo en millones de rostros la pregunta: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»”. En el Ángelus, los saludos a los peregrinos provenientes de la China y de Pakistán.

Ciudad del Vaticano (AsiaNews) – “Gloria y cruz en Jesucristo van de la mano y no pueden separarse; porque cuando se abandona la cruz, aunque nos introduzcamos en el esplendor deslumbrante de la gloria, nos engañaremos, ya que eso no será la gloria de Dios, sino la mofa del “adversario”. Es éste el núcleo de la homilía que el Papa Francisco pronunció hoy durante la celebración en Plaza San Pedro, con ocasión de la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo. En la misa, participaron los cardenales elevados ayer, así como muchos de los arzobispos metropolitanos nombrados a lo largo del año. Como signo de comunión con estos últimos, antes de la misa, el pontífice bendijo los palios, que luego entregó a ellos directamente, al final de la celebración. Entre los arzobispos metropolitanos hay tres que son asiáticos: Mons. Felix Toppo, flamante arzobispo de Ranchi (India); Mons. Peter Machado, arzobispo de Bangalore (India);  Mons. Tarcisio Isao Kikuchi, svd, arzobispo de Tokio (Japón). De los tres, sólo el último estuvo presente en la celebración.

Como ya es de larga tradición, en la fiesta de San Pedro y San Pablo está presente una delegación del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, guiada por Su Eminencia, Jon, arzobispo de Telmessos, acompañado por Su gracia Theodoretos, obispo de Nacianzo, y por el Rev. Alexander Koutsis, diácono patriarcal. Poco antes de la misa, el Papa y Job se dirigieron a la tumba de San Pedro, y ante el altar de la confesión hicieron una oración en silencio.

En la homilía, al referirse al evangelio de hoy (Mateo 16, 13-19), el Papa, ante todo, subrayó la fe de Pedro al proclamar a Jesús como “el Ungido”.

“Me gusta saber –agregó- que fue el Padre quien inspiró esta respuesta a Pedro, que veía cómo Jesús ungía a su Pueblo. Jesús, el Ungido, que de poblado en poblado, camina con el único deseo de salvar y levantar lo que se consideraba perdido: “unge” al muerto (cf. Mc 5,41-42; Lc 7,14-15), unge al enfermo (cf. Mc 6,13; St 5,14), unge las heridas (cf. Lc 10,34), unge al penitente (cf. Mt 6,17), unge la esperanza (cfr. Lc 7,38; 7,46; 10,34; Jn 11,2; 12,3). En esa unción, cada pecador, perdedor, enfermo, pagano —allí donde se encontraba— pudo sentirse miembro amado de la familia de Dios. Con sus gestos, Jesús les decía de modo personal: tú me perteneces. Como Pedro, también nosotros podemos confesar con nuestros labios y con nuestro corazón no solo lo que hemos oído, sino también la realidad tangible de nuestras vidas: hemos sido resucitados, curados, reformados, esperanzados por la unción del Santo. Todo yugo de esclavitud es destruido a causa de su unción (cfr. Is 10,27). No nos es lícito perder la alegría y la memoria de sabernos rescatados, esa alegría que nos lleva a confesar «tú eres el Hijo de Dios vivo» (cfr. Mt 16,16)”.

Inmediatamente después, Jesús anuncia su destino de muerte y resurrección: “El Ungido de Dios lleva el amor y la misericordia del Padre hasta sus últimas consecuencias. Tal amor misericordioso supone ir a todos los rincones de la vida para alcanzar a todos, aunque eso le costase el “buen nombre”, las comodidades, la posición… el martirio”.

“Ante este anuncio tan inesperado, Pedro reacciona: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte» (Mt 16,22), y se transforma inmediatamente en piedra de tropiezo en el camino del Mesías; y creyendo defender los derechos de Dios, sin darse cuenta se transforma en su enemigo (lo llama “Satanás”). Contemplar la vida de Pedro y su confesión, es también aprender a conocer las tentaciones que acompañarán la vida del discípulo. Como Pedro, como Iglesia, estaremos siempre tentados por esos “secreteos” del maligno que serán piedra de tropiezo para la misión. Y digo “secreteos” porque el demonio seduce a escondidas, procurando que no se conozca su intención, «se comporta como vano enamorado en querer mantenerse en secreto y no ser descubierto» (San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, n. 326).”.

“En cambio, participar de la unción de Cristo es participar de su gloria, que es su Cruz: Padre, glorifica a tu Hijo… «Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,28). Gloria y cruz en Jesucristo van de la mano y no pueden separarse; porque cuando se abandona la cruz, aunque nos introduzcamos en el esplendor deslumbrante de la gloria, nos engañaremos, ya que eso no será la gloria de Dios, sino la mofa del “adversario””

“No son pocas las veces que sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Jesús toca la miseria humana, invitándonos a estar con él y a tocar la carne sufriente de los demás. Confesar la fe con nuestros labios y con nuestro corazón exige — como le exigió a Pedro— identificar los “secreteos” del maligno. Aprender a discernir y descubrir esos cobertizos personales o comunitarios que nos mantienen a distancia del nudo de la tormenta humana; que nos impiden entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y nos privan, en definitiva, de conocer la fuerza revolucionaria de la ternura de Dios (cfr. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 270).”.

“Al no separar la gloria de la cruz, Jesús quiere rescatar a sus discípulos, a su Iglesia, de triunfalismos vacíos: vacíos de amor, vacíos de servicio, vacíos de compasión, vacíos de pueblo. La quiere rescatar de una imaginación sin límites que no sabe poner raíces en la vida del Pueblo fiel o, lo que sería peor, cree que el servicio a su Señor le pide desembarazarse de los caminos polvorientos de la historia. Contemplar y seguir a Cristo exige dejar que el corazón se abra al Padre y a todos aquellos con los que él mismo se quiso identificar (Cfr. S. Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 49), y esto con la certeza de saber que no abandona a su pueblo”.

“Queridos hermanos, sigue latiendo en millones de rostros la pregunta: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» (Mt 11,3). Confesemos con nuestros labios y con nuestro corazón: «Jesucristo es Señor» (Flp 2,11). Este es nuestro cantus firmus que todos los días estamos invitados a entonar. Con la sencillez, la certeza y la alegría de saber que «la Iglesia resplandece no con luz propia, sino con la de Cristo. Recibe su esplendor del Sol de justicia, para poder decir luego: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20)» (San Ambrosio, Hexaemeron, IV, 8,32)”.

Una hora después, en el Ángelus, Francisco volvió a referirse a la confesión de fe del apóstol Pedro (Mateo 16, 16). “A lo largo de los siglos –dijo- el mundo ha definido a Jesús de diversas maneras: es un gran profeta de la justicia y del amor; es un sabio maestro de la vida; es un revolucionario; es un soñador de los sueños de Dios… En medio de la Babel de estas y de otras hipótesis se asoma, todavía hoy, simple pero rotunda, la confesión de Simón Pedro, un hombre humilde y lleno de fe: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (v. 16)… Es ésta la novedad que la gracia enciende en el corazón de quien se abre al misterio de Jesús: la certeza -que no es [una certeza] matemática, sino una mucho más fuerte aún- interior, de haber encontrado la Fuente de la Vida, la Vida misma hecha carne, visible y tangible en medio de nosotros”.  

Y agregó: “La respuesta de Jesús también está llena de luz: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas de los infiernos no prevalecerán sobre ella» (v. 18). Aquí, es la primera vez que Jesús pronuncia la palabra ‘Iglesia’: y lo hace expresando todo su amor por ella, al definirla como «mi Iglesia». Es la nueva comunidad de la Alianza, que ya no está basada sobre la descendencia y sobre la Ley, sino sobre la fe en Él, en Jesús, Rostro de Dios”. El Papa luego citó una oración del beato Pablo VI, que fue compuesta cuando era arzobispo de Milán.

Luego de la oración mariana, el pontífice saludó a varios grupos, entre ellos, a algunos peregrinos llegados de la China y del Pakistán. 

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